Educación

Pensar, crear, imaginar: ¿un lujo o una inversión a largo plazo?

Carreras como Filosofía, Teatro o Artes Visuales sostienen dimensiones esenciales de una sociedad. Su desvalorización implica una pérdida cultural que no siempre estamos dispuestos a reconocer.

Carrera de Teatro.

En un ecosistema de educación superior cada vez más orientado a la empleabilidad y al retorno económico, carreras de áreas como Teatro, Artes Visuales, Danza, Música o Filosofía han quedado rezagadas. Según datos del SIES, de la Subsecretaría de Educación Superior, en 2024 las carreras del área de arte y arquitectura concentraron un 5,2% de la matrícula, pero más del 80% corresponde a Arquitectura y Diseño. Si se consideran únicamente las disciplinas artísticas, la participación desciende al 1,1%.

Esta baja presencia no solo responde a decisiones vocacionales, sino también a una señal estructural: el sistema favorece las carreras con mayor empleabilidad e ingresos. Y las cifras lo reflejan. Según MiFuturo.cl, la empleabilidad al primer año en Artes Visuales o Teatro ronda el 30%. A ello se suma una brecha salarial persistente: los ingresos al quinto año oscilan entre $650.000 y $800.000 mensuales, lejos del promedio general, que supera el millón de pesos.

Aun así, hay instituciones que no están dispuestas a abandonar estos programas. Elisa Marchant, vicerrectora académica de la Universidad Finis Terrae, enfatiza que “nuestra respuesta va justamente en el sentido contrario, de fortalecer nuestro compromiso con ellas”. Para ello, señala, están creando ciclos comunes en humanidades y prácticas creativas, articulando licenciaturas con programas profesionales e incorporando formación artística y humanista para todos los estudiantes de pregrado.

¿Por qué importan?

Más allá de las cifras, las carreras artísticas y humanísticas aportan un tipo de valor que no puede medirse en hojas de cálculo. Son disciplinas que cultivan la sensibilidad, la memoria, la expresión simbólica y el pensamiento crítico. En sociedades fragmentadas como la nuestra, ese capital cultural es, paradójicamente, más urgente que nunca.

Álvaro Pizarro, director del Instituto de Filosofía de la Universidad Católica de Valparaíso, lo expresa en términos existenciales: “El seguir formando filósofos tiene el imperativo de continuar educando a seres humanos para que sean conscientes de sí mismos y de quienes los rodean. No es, entonces, una labor intelectual; es, sobre todo, una tarea existencial”.

En el caso de Teatro, Elisa Marchant destaca el valor del arte escénico no solo como medio expresivo, sino como herramienta educativa y social: “Más allá del entretenimiento, el teatro permite que las personas se conecten con distintas realidades, favoreciendo la empatía y la creatividad. Tiene un fuerte potencial comunitario. Invita a participar, a escuchar y a imaginar juntos”.

Mientras que el decano de Artes de UNIACC, Juan Antonio Muñoz, explica que el enfoque se cruza con lo político y lo tecnológico: “El arte visual contemporáneo no solo produce objetos, sino que propone nuevas formas de ver, de relacionarse y de pensar lo común. Se sitúa en la capacidad de interpelar, de dar visibilidad a lo silenciado y de tensionar los discursos hegemónicos”.

Ya no se trata solo de defender estas disciplinas por tradición; se trata de comprender que ofrecen herramientas indispensables para habitar y transformar el mundo de hoy.

¿Qué perdemos cuando el talento deja de ser rentable?

La pregunta por el futuro de estas carreras no es solo académica ni presupuestaria. Tiene que ver con qué tipo de país estamos dispuestos a construir cuando decidimos, explícita o implícitamente, que hay saberes que no vale la pena sostener. Al dejar de formar filósofos, artistas o creadores, no solo se cierra un programa, se contrae la posibilidad de pensar, imaginar y sentir colectivamente.

Elisa Marchant plantea que renunciar a estas disciplinas significa dejar fuera del conocimiento universitario herramientas fundamentales para comprender y transformar el mundo: “Un país que deja de formar en arte, filosofía o estudios creativos, pierde su humanidad. Ellos no son saberes complementarios ni prescindibles porque no se sitúan en los márgenes del conocimiento, sino en su centro”.

Lo que está en juego, entonces, no es solo el acceso a ciertos oficios, sino la capacidad de generar sentido en una época marcada por la velocidad, la eficiencia y la saturación informativa. Álvaro Pizarro lo expresa con crudeza: “Dejar de formar creadores nos arroja a un mundo carente de sentido, pragmático, en el que solo cuentan las ventajas y desventajas. Un país sin creadores es un país sin alma”.

Juan Antonio Muñoz va en la misma línea, pero sumando una dimensión política: “Un país sin arte ni pensamiento se vuelve más funcional, pero menos humano. Es más eficaz, pero menos libre”.

Lo que todas estas voces ponen en evidencia es que el debate sobre la continuidad de estas carreras no puede resolverse solo en clave económica. Es una decisión cultural. Porque si Chile deja de formar artistas, filósofos y creadores, no solo empobrece su sistema educativo, empobrece también su capacidad de imaginar el futuro y de narrarse a sí mismo.

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