Columna de Alan Pauls: Controlfreaks
No es una apetencia febril de verdad, el deseo urgente de conocer antes, lo que hace de nosotros los yonquis de encuestas que somos. Es más bien la necesidad de anticipar lo que no sabemos, vivir ahora la vida que se agazapa del otro lado, el pánico atroz que nos produce lo desconocido.

No hubo atisbos de la paliza (47% contra 34%) que el candidato presidencial Alberto Fernández terminó propinándole al candidato presidencial Mauricio Macri en las proyecciones con que las principales encuestadores argentinas coparon las primeras planas de los diarios en los días previos a las elecciones del 11 de agosto pasado. (Eran elecciones primarias y fueron plebiscitarias, casi un ensayo general de las presidenciales de fines de octubre, pero a los argentinos, como todo el mundo sabe, nos gusta volar sin escalas). A diferencia de los resultados, el papelón de nuestros profetas no sorprendió a nadie -aunque quizás haya exasperado un poco a los encargados de pagarles-. Todavía estaba fresco el recuerdo de otros patinazos estridentes: la elección que entronizó a Macri en 2015, sin ir más lejos. Y la tendencia, por lo demás, tiende a ser global. Del triunfo de Trump en 2016 al de Bolsonaro en 2018, pasando por el caso Brexit en 2016, no hay encrucijada política contemporánea que no haya puesto en ridículo la facultad proyectiva, la autoridad, los métodos y el papel de curiosa prominencia social de los que siguen jactándose las más encumbradas agencias de prospección del planeta.
El problema, por supuesto, no es la inutilidad de las encuestas y los encuestadores. El problema es por qué necesitamos tanto esa inutilidad. Por qué -a pesar del vistoso capital de pifies que cargan sobre los hombros- sus mapas, gráficos, guarismos, curvas, columnas y tortas cortadas en porciones siempre perfectas, pero siempre erróneas, siguen divirtiéndonos como cartoons de una civilización sinóptica y tediosa, devastada por la superstición infográfica. Por qué seguimos excitándonos con sus proyecciones, haciendo planes a partir de sus vaticinios, confiando en sus vislumbres, dependiendo de sus diagnósticos. Por qué encuestas y encuestadores siguen ocupando el prime time de la atención contemporánea cuando su especialidad, si es que tienen alguna, consiste en hacer mal o lisa y llanamente no hacer lo que dicen ser los únicos en saber hacer, lo único que les daría algún derecho a la existencia: acertar.
Es cierto que la relación entre las encuestas y "la gente" es una relación indirecta, mediada. Los que las encargan, las pagan y a menudo las manipulan son los medios y los políticos, los únicos que saben qué hacer con ellas, se acerquen a la verdad o la pierdan de vista imperdonablemente. Las encuestas no tienen destinatario ni público, sino clientes, identidad sociológica que un candidato a presidente o un periódico de gran tirada pueden encarnar más razonablemente que cualquier ciudadano de a pie. (Sería agradable que los detractores del clientelismo como desviación de la "mala política" incluyeran también esta versión en sus alarmados diagnósticos). Es así, filtrado por esa instancia clientelar, como ese futuro en porcentajes llega a "la gente". Llega como "data", respaldado por esa máscara de objetividad que le confiere la retórica estadística, pero como data ya filtrada, leída, usada, y no por cualquiera, sino por sus clientes, es decir: por quienes más se beneficiarían o perjudicarían con sus resultados.
Nadie se engaña al respecto. No hace falta formar parte de una secta conspiranoide para sospechar de cada una de las cifras que medios y políticos presentan ante cada elección como las coordenadas desnudas, las evidencias puras y duras, los datos que hacen posible entrever el futuro. Lo curioso es que esa sospecha, que al menos en un país como la Argentina es prácticamente una segunda naturaleza, no determina un modo de acción consecuente (análisis, crítica, búsqueda de alternativas, impugnación, etc.), sino más bien una inercia, cierta indolencia superior, un laissez-faire hasta divertido, lleno de una curiosidad escéptica, pero chispeante, parecida a la del espectador sofisticado que a los 10 minutos de empezada la película adivina el enigma sobre el que está construida y, casi aliviado, se apoya su ración extra large de pop corn en la panza y se entrega al goce de asistir al despliegue del desastre que ya conoce.
La sospecha podía pagar en sociedades opacas, hipócritas, celosas de esconder los dobles fondos que, llevados a la luz pública, podían hacerlas temblar. No parece ser el caso en la era de la transparencia generalizada, donde suena casi tan ingenua como la credulidad, cuyos déficits angélicos se suponía que denunciaba y reemplazaría por algo mejor, más adulto, emancipado y soberano: una relación cruda, descarnada, con la verdad. Es obvio que la verdad no cotiza bien en la era big data y que tampoco es lo que está en juego en las encuestas, ni antes, en ese momento de vértigo en que los pronósticos se arriesgan (pues, en efecto, ¿cómo un pronóstico podría ser verdadero o falso?), ni después, en esa posteridad extraña, a la vez airada y satisfecha, en que todos medimos lo lejos que mearon fuera del tarro.
Lo que está en juego es el control. No es una apetencia febril de verdad, el deseo urgente de conocerla antes, lo que hace de nosotros los yonquis de encuestas que somos. Es más bien la necesidad de anticipar lo que no sabemos, vivir ahora la vida que se agazapa del otro lado, apropiarnos ya de lo que no tenemos todavía, es decir: el pánico atroz que nos producen lo desconocido, lo que queda por vivir, lo que está fuera de la órbita de nuestra posesión. En otras palabras: todo lo que no sea el presente. En ese sentido, las encuestas de prospección políticas son apenas uno de los platos fuertes de la dieta ciento por ciento horoscópica -es decir: presentista- que despierta y engorda nuestra ansiedad; otro son las prospecciones meteorológicas, tan erráticas como aquellas y casi tan irresistibles. El día en que la promesa de una mañana soleada o un viento frío del norte dejaron de ser pálpitos más o menos líricos que un señor o señora bastante extravagantes arriesgaban por televisión, gesticulando ante una pizarra invadida por colores de otro mundo, para ser la dosis instantánea de control de tiempo que todos teníamos a disposición, gratis, en nuestros smartphones -ese día supimos que la diferencia entre los animadores meteorológicos y accuweather o wind guru separa no al ser humano de la máquina ni al talento personal del algoritmo, sino la encantadora performance de ciencia conjetural con que la tele solía premiarnos al final de un día agitado del dealer infatigable y exhaustivo que nos da una y otra vez todo lo que le pedimos y cuyo timbre, sin embargo, tocamos a cualquier hora del día y de la noche.
Somos adictos a las encuestas no porque sean la forma contemporánea de la información y tiendan cada vez más a reemplazar a las demás -la información periodística, por ejemplo-, no porque "los números hablen por sí solos" -como se jactaba hace un tiempo un exeditor de Wired-, sino porque, además de darnos cierto sentido de pertenencia -qué agradable enterarnos de que formamos parte de la Mayoría, los Indecisos o los Votantes Vergonzantes-, engendran, promueven y recompensan, aun equivocándose, la única compulsión que nos hace creer que estamos a la altura del terrorismo del presente: el controlfreakismo. La misma compulsión, dicho sea de paso, que nos lleva a verificar siete veces por minuto si la ruta que nos ofrece Google Maps sigue siendo efectivamente la más corta y a trackear sin pausa, como en un videojuego, el paquete que Amazon nos prometió que llegaría "hoy", una convención de tiempo que alguna vez nos fue útil, pero suena demasiado difusa y negligente para este estado de expectación, de urgencia constante, en el que nos ponen las drogas de anticipación que consumimos todos los días, convencidos de que nos evitarán perder tiempo y, sobre todo, nos librarán de la contingencia, verdadera bête noire de todo este asunto. (Hace días estaba en una calle de Berlín, en una parada de autobús, y se me ocurrió chequear en el celular el tiempo de espera hasta el próximo coche. Yo, nacido y criado en Argentina, llanura de la contingencia y la imprevisibilidad, donde el transporte público suele responder a leyes no escritas, todavía siento el grano de escandalizado malhumor que me brotó cuando el teléfono me anunció, con cierto tono de disculpa, que el autobús llegaría con un minuto y medio de retraso).
Shit happens, dicen por ahí, y no hay encuesta, ni cálculo, ni prospección, ni oráculo que pueda impedirlo. Lo que liquida la multiplicación de técnicas de anticipación (de la que las encuestas son solo una variante) no es el margen de contingencia, como le demostraron las elecciones primarias al Presidente Macri, sino la tolerancia de la que hacemos gala ante ella, los recursos con que la enfrentamos, la lucidez con que la pensamos y la certidumbre, decisiva para todo futuro posible, de que la contingencia no es una excepción, un desperfecto extirpable, el efecto de una conspiración a desbaratar, sino el corazón y hasta la gracia de nuestra experiencia, si es que tenemos intenciones de seguir llamándola humana.
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