Columna de Óscar Contardo: TVN, ¿a quién le importa?

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¿Para qué habría de salvarlo? ¿Para seguir haciendo lo mismo? Mientras no haya una respuesta a eso lo único que queda es el entusiasmo de un hashtag circulando en las redes sociales.




Frases como "la importancia de la televisión pública" son una especie de contraseña, un cliché que se regurgita para anunciar que la conversación se puso solemne y que es mejor prestar atención, porque lo que se diga en adelante será un discurso escrito en mayúsculas, repleto de diagnósticos y buenas intenciones, pero que sospechamos quedará en eso: en un cúmulo de palabras infértiles que dejarán las cosas tal como están.

La discusión sobre la televisión pública en Chile ha sido cíclica y estática. Ha ocurrido cada vez que se presenta una crisis en TVN. Durante las primeras décadas de la transición esas crisis consistían en contingencias puntuales: la sospecha de censura por algún reportaje que incomodaba a alguna institución poderosa, el número de segundos contados por cronómetro destinado a un candidato en el noticiero, la teleserie que insinuaba que una monja podía llegar a enamorarse o los conflictos dentro de un directorio diseñado para funcionar como la frontera entre las dos Corea: representantes de un esquema binominal que encarnaban la seguridad del inmovilismo.

El de la televisión pública era un debate en el que rápidamente intervenía una lista de expertos que advertían que en un país como el nuestro, con desigualdades siniestras y una concentración de medios evidente, era vital contar con un canal público que compensara de alguna manera tanto desequilibrio. Enseguida, alguien mencionaba a la BBC británica, alguno al PBS norteamericano y otros alertaban sobre la necesidad de estar preparados para los cambios tecnológicos. Para cuando el debate se acercaba a la disyuntiva entre calidad de los programas y cantidad de audiencia para financiarlos -porque TVN se financia por avisaje comercial-, la crisis había pasado, las aguas se habían aquietado y las cosas continuaban tal como estaban.

Hablar sobre la importancia de la televisión pública fue durante las primeras décadas de la transición algo así como un ritual que nos devolvía una imagen fragmentada de aspiraciones diversas y realidades contradictorias. Era una discusión de cierta élite, es cierto, pero se sostenía sobre una realidad masiva: TVN lograba los primeros lugares de audiencia con una programación que parecía interpretar -para bien o para mal- el momento que se vivía en Chile. El noticiero era efectivamente el más visto; las teleseries lograban capturar la atención de gran parte de la población; la alegría ñoña de su programa matinal seducía a los espectadores. Había mucha chatarra, pero de tanto en tanto una dosis de sensibilidad lograba imponerse y alcanzar reconocimiento con programas que cumplían el rol de trofeos -Patiperros, 31 minutos, Los archivos del cardenal- que se exhiben para anular las críticas por la abundancia de ramplonería. Era un canal que sabía moverse en el mercado y responder a una misión en la medida de lo posible.

La conversación sobre la televisión pública en Chile, por lo tanto, se sostenía en un hecho: TVN tenía una relevancia en la vida cotidiana de la mayoría de los chilenos.

Esta semana, un grupo de trabajadores y celebridades del canal inició una campaña para que el Senado apruebe la capitalización -47 millones de dólares- que la empresa necesita. Sin ese dinero, TVN entra en crisis terminal. La frase que le da fuerza a la campaña dice: TVN importa. El mensaje es tan simple que conduce a una duda: ¿Cuál es la razón para recordar algo que debería ser evidente? La respuesta es también sencilla y salta a la vista: desde hace ya varios años, el canal cortó su relación con el público, tomó distancia de él. Pasó por alto los cambios sociales, rehuyó de los talentos y juzgó despectivamente la aparición de nuevas miradas. Todo esto ocurrió al mismo ritmo en que la élite política tomaba distancia de la ciudadanía, practicando los mismos movimientos de desencuentro, en un despliegue sincronizado de impericia y abulia que arrinconó al canal hasta hacerlo perder todo peso y atractivo. TVN fue reducido a la irrelevancia justo cuando la televisión abierta sufría un momento de cambio. Ninguno de los recurrentes debates en torno al rol de la televisión pública llevados a cabo durante más de dos décadas dejó una huella práctica en el manejo del canal y ahora necesita que el Estado lo salve. Pero ¿para qué habría de salvarlo? ¿Para seguir haciendo lo mismo? Mientras no haya una respuesta a eso lo único que queda es el entusiasmo de un hashtag circulando en las redes sociales y una programación que arranca en la mañana con un programa en donde los animadores pueden pasar largos minutos jugando al un-dos-tres-momia y termina en la noche con una teleserie bíblica evangélica. Dos pequeños ejemplos de cuánto realmente importa la televisión pública a los encargados de llevarla a la pantalla.

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