Senderos de placer en el Antumalal




Una llovizna delicada, aunque persistente, y el cálido aroma de las chimeneas siempre encendidas del hotel Antumalal, nos reciben aquella fría mañana de primavera, aún indecisa, en el lago Villarrica.

Mientras se completa nuestro registro en la recepción, pienso en el motivo que me ha llevado hasta allí y me siento confundida. ¿Qué significa exactamente vivir experiencias placenteras para luego escribir sobre ellas? Me han dicho que el entorno es maravilloso, que la arquitectura del hotel es una experiencia en sí misma… me han hablado de masajes, jacuzzi, degustaciones, cabalgatas, paseos en bote y excursiones interminables. Pero me parece imposible abarcar tanto en dos días, sin traicionar un principio que para mí es fundamental a la hora de viajar: calidad es mejor que cantidad.

Con la llave de la habitación en la mano, me propongo experimentar el placer de una agenda abierta, sin programaciones. La bienvenida me la da un cuarto sencillo y luminoso, provisto de una chimenea y un enorme ventanal con panorámica del lago. Muy cerca, un arrayán de tronco rojizo promete ser mi amigo cada vez que me acerque a la ventana.

Un baño tibio es lo mejor para componer el cuerpo después de un largo viaje. Quisiera descansar, pero es superior la curiosidad por recorrer el hotel. Al llegar, sólo pude apreciar parcialmente la fachada exterior de color rojo con aplicaciones de piedra de este auténtico palacio Bauhaus. La vista es soberbia; el hotel está encaramado en la mitad de un cerro rocoso, asomándose vertiginosamente al borde del lago.

LOS SENDEROS DE RONY
Esté donde esté, un desayuno es, para mí, ante todo café con leche y tostadas con mermelada. Tal vez algo de cereal y fruta. Ni siquiera los cinco años que viví en México, donde los huevos y los frijoles refritos son ley, cambiaron ese "fundamentalismo" que, según mi esposo, caracteriza mi apetito en las mañanas. Pues bien, en el bufet matinal del Antumalal encuentro todo lo que necesito: tostadas integrales de elaboración propia, mermeladas caseras de naranja y mosqueta, y una granola espectacular, también preparada en casa.

Rony Pollak, la dueña del hotel, nos acompaña. Quiere mostrarnos los rincones más significativos de las cinco hectáreas que rodean al Antumalal ("Corral del Sol" en mapudungun). Era el sueño que sus padres, Catalina y Guillermo Pollak, un audaz matrimonio de inmigrantes checos, comenzaron a construir en 1945, junto al arquitecto chileno Jorge Elton.

Los senderos de piedra siguen varias direcciones, siempre en pendiente, aproximándose a la orilla del lago y exhibiendo las siete cascadas repartidas en el parque. Uno de ellos nos conduce directo al Chalet Real, una acogedora cabaña independiente, ubicada a unos 200 metros del edificio central, con chimenea y terraza propias, además de una caída de agua natural interior. Allí durmió la Reina Isabel II, en 1968. El nombre Chalet Real no es un antojo.

Otro camino nos deja en la entrada de un huerto orgánico, que provee al restaurante Parque Antumalal de verduras y hierbas aromáticas. A un costado, se emplaza un invernadero  –que también sirve de vivero– donde se cultivan y reproducen las flores que en las distintas estaciones le dan color permanente al cuidado parque que rodea al hotel.

Casi en la orilla del lago, los senderos se vuelven salvajes. No hay prados ni jardines perfectamente combinados. Los árboles nativos, fornidos guardianes de las aguas, lo invaden todo. Hualles, notros, lingues, peumos, aromos y arrayanes observan en silencio. Nuestra conversación se extingue. El lago se hace presente. Nos sentamos un momento para contemplar. ¿Cómo plasmar todo esto?, se pregunta Rony Pollak.

EN LAS VENAS DEL RUCA PILLAN
Lo mismo me cuestiono más tarde, mientras descanso en mi cuarto, mirando a mi amigo el arrayán. Ha sido una mañana extraña. Me estoy involucrando en la historia, en los personajes. La verdad, poco me interesa por ahora el spa. "Eso lo puedo tener en cualquier lugar", pienso.

Quiero seguir jugando a la exploradora y la invitación que me hacen para visitar unas cavernas ubicadas en las faldas del volcán me parece perfecta. El almuerzo puede esperar.

Rony nos conduce en su camioneta. El trayecto no supera los 10 kilómetros. En la mitad del camino se atraviesan tres ciervos, seguidos por otros dos más atrás. Antes de que podamos reaccionar, se los traga el bosque. Aún no lo puedo creer. Me siento afortunada, sobre todo cuando averiguo que estos habitantes de la precordillera son tan tímidos, que es difícil encontrarse con un ejemplar.

Pronto llegamos al pie del imponente Villarrica o Ruca Pillán ("Casa del Diablo" en mapudungun). Está nublado y la temperatura se percibe más baja. Las nubes no dejan ver la cima.

Aperados con casco, nos sumergimos en una enorme cueva iluminada artificialmente. Nos explican que se formó durante una antigua y colosal erupción. En rigor, esta suerte de tubo por el que vamos descendiendo fue un caudal de lava incandescente, cuya superficie se solidificó con el enfriamiento atmosférico. Bajo esa corteza, las lavas continuaron su movimiento hasta vaciar el túnel. Ahí estamos nosotros. De no ser por las gotas de agua que se filtran por las paredes de la caverna, el silencio sería absoluto, como la oscuridad en la que quedamos cuando el guía apaga el generador. Absoluto también es nuestro recogimiento.

Afuera, la luz se extiende en una planicie arenosa, salpicada de rocas ígneas. Al fondo, los bosques de coigües, lengas, mañíos, canelos, araucarias, raulíes, ulmos y tepas, y en los alrededores, incrustados en el suelo de roca volcánica, emergen unos bonsáis silvestres. La cima del Villarrica sigue cubierta. No importa. Estuvimos en sus venas.

El almuerzo postergado nos espera en el restaurante Parque Antumalal. Mientras disfruto del postre (un delicioso almíbar de membrillos aromatizados con murtillas), me pregunto si estaré en condiciones para la caminata zen que me han propuesto para el atardecer. No lo pienso demasiado y acepto.

DESPACIO, MUY DESPACIO
Intento seguir aplicadamente las instrucciones. Respiro lento y profundo y camino despacio, sintiendo el contacto entre mis pies y el serpenteante sendero de granito. No es sencillo ordenarle al cuerpo que disminuya la velocidad, que avance simplemente hacia adelante, sin preocuparse de circular por la derecha y adelantar por la izquierda. Al intentarlo pierdo varias veces la estabilidad, hasta que encuentro el equilibrio. Parece cierto aquello de que si controlas la respiración controlas todas las situaciones de la vida.

Mientras avanzo, observo las rocas alfombradas de musgos y helechos, los árboles vigilantes con sus troncos majestuosos. Adelante, un peumo rodeado en su base de tulipanes encendidos. Más allá, un enorme rododendro cargado de racimos rojos. Los magnolios están repartidos por todas partes, luciendo sus perfumadas flores rosadas y blancas.

Voy dejando atrás cada imagen, cada sonido. A la derecha unas bandurrias bulliciosas, por la izquierda el sonido de una cascada, adelante el grito de alerta de una pareja de treiles. Más allá, el martilleo seco de un carpintero y el cucú arrullador de una torcaza. Cierro los ojos y siento el sonido de las aguas del lago estrellándose contra la orilla. Hay un poco de oleaje. El melancólico canto de un pájaro fio fio, en algún rincón de la selva, me transporta al misterioso y también melancólico río Colpi de mi niñez, en el centro de la Araucanía. Aquel que aprendí a recorrer casi de memoria, siguiéndole los pasos a mi tío abuelo. "Entonces sí sabía respirar profundo y caminar despacio", recuerdo.

El viento Puelche en las mejillas me saca del arrobamiento y me devuelve al sendero. Inflamado, el sol poniente enfatiza los rojos del atardecer y comienza a bajar. Miro hacia el frente y noto que hemos llegado al mirador, justo sobre el lago. De pie, afirmo mis manos en la baranda y contemplo. Respiro. Despejo mi mente.

La hora crepuscular, que filtra su luz ténue en el follaje de los árboles más altos, me sorprende en el living del Antumalal, sin poder decidir entre tanto sillón confortable. Me acomodo en un wanco, el clásico piso mapuche trabajado con hacha en una sola pieza de madera, muy cerca de la chimenea principal. Alguien augura para mañana un día despejado.

Repaso mis notas, bebo una infusión preparada con las hojas del boldo de afuera y saboreo el placer de una conversación. Tras los inmensos cristales, el dibujo sombreado de las ramas de los árboles esconde la amplitud del lago.

NO ES CUALQUIER LUGAR
El cielo luce verdaderamente despejado esta mañana. La nitidez exacerba la belleza esplendorosa del lago. Alguien propone dar un paseo en bote. Bajamos al muelle y empezamos a alejarnos de la orilla, hacia el centro del paisaje. Una pareja de taguas juguetea en la ribera, dejando su característica estela en el agua. Miro hacia el bosque y me detengo en el Antumalal, incrustado en el cerro, con su terraza levitando sobre el lago. Volvemos a acercarnos al parque. Hay que aprovechar la luz para hacer algunas fotos.

Tras beber un aperitivo en la terraza, nos instalamos en el restaurante. El chef Juan Colombo envía uno por uno los platos de la nueva carta: filete en croute de hierbas con canelón de berenjenas en reducción de cabernet; salmón con espinacas y champiñones, tomate asado y salsa de azafrán y, por último, el montaje de mi elección: corvina con papa rellena de choclo y camarón con verduras al vapor y mantequilla de hierbas. El resultado es sencillamente magnífico.

En este, mi segundo día en Antumalal, he decidido suspender mis aventuras de exploradora y entregarme a los placeres que he postergado. Después de una breve siesta salgo por el amplio ventanal del living y desciendo por el sendero que conduce al spa. Allí me espera una masajista que me propone combinar en una sesión cuatro técnicas de masaje: descontracturante, linfático, Reiki y reflexología. Después de una hora, lo único que me nace es un sentido agradecimiento. Tengo frío, pero me siento mejor que nunca. Mis hombros por fin descansan en su lugar.

Al anochecer bajo otra vez a la zona del spa. Rodeo la enorme piscina, me acerco al sauna y salgo al jacuzzi que me espera bajo la luna llena. La noche está fría. Sumergirme en el agua caliente y burbujeante bajo el cielo estrellado es una experiencia única. "Esto no lo encuentro en cualquier lugar", pienso, con la mente en blanco, atrapada por el placer.

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