Histórico

Viva La Vega

e cara al Bicentenario, un revelador libro de fotografías rescata por primera vez los rostros y colores de La Vega Central.

Antes de la inauguración del Parque Forestal y el Museo de Bellas Artes o la llegada del alcantarillado, los tranvías eléctricos y el cine a Santiago, ya existía este laberinto de callejuelas repletas de toda clase de olores y colores llamado La Vega Central. A principios de siglo y como resabio de una sociedad agraria, una hilera de carretas con verduras, legumbres y frutas provenientes de las chacras y fundos vecinos a la ciudad arribaban al antiguo barrio de La Chimba ("del otro lado", en quechua), al norte del río Mapocho, para cumplir con la misión de abastecer de productos frescos a la ciudad.

Fundada en 1895, cuando Santiago tenía 250 mil habitantes, La Vega no ha perdido vigencia. Las carretas fueron reemplazadas por camiones y hoy comprar en sus galpones se ha convertido en moda. De rebote por la crisis económica, el transversal recinto se consolida como la mejor opción para buscar precios módicos, según datos del Sernac, y no sólo para dueñas de casa y empresarios gastronómicos que rastrean productos peruanos que sólo encuentran ahí. Cada vez son más los profesionales jóvenes o familias de ingresos altos que "descubren" este enclave. Sus 114 años de historia llegan a las librerías resumidos en La Vega,  publicación en formato de lujo del fotógrafo Felipe Coddou.

"Estoy enamorado de La Vega", apunta Diego Matte, editor del libro y abogado que dejó su oficio para crear este tipo de textos patrimoniales con ayuda de la Ley de Donaciones Culturales. "Cada vez que voy a La Vega salgo con energía, revitalizado. Con el libro queríamos evitar los estereotipos. Los veguinos están orgullosos de su lugar de trabajo y no lo cambiarían por nada. Muchos han educado a sus hijos con su esfuerzo. Es verdad, hay mendigos, pero ellos se sienten como en casa. Nadie los mira en menos y les dan comida. Hay un código de ética. Dentro de La Vega no hay robos y cuidan a sus clientes entre todos".

El libro y su casi centenar de imágenes resultan un ejercicio revelador. En este mercado ocurre algo curioso: los veguinos parecen felices. Contemplados con cierta envidia por el resto de los santiaguinos más bien amargados, se ven alegres, acaso porque sienten que no tienen jefes, que se mandan solos y son libres. Tienen fama de generosos; ayudan a los menos afortunados y ofrecen un buen servicio a sus clientes. En sus rostros no hay indicios de depresión o agotamiento, a pesar de levantarse antes del amanecer. Los locales son regentados por sus dueños o familiares. Hoy en La Vega Central se mantiene la tradición de heredar las tiendas de padres a hijos, algunos incluso nacidos y criados en el lugar. Cada vez que se desocupa un local, corre una lista de espera. Hoy los más dispuestos a pagar con efectivo en mano son comerciantes peruanos, que ya dominan un pasillo completo.

LA CATEDRAL DE LA VERDURA
Desde sus orígenes, La Vega se compone por una multitud de compradores de todas clases sociales, cargadores, fleteros y disciplinados vendedores, como sacados de una película neorrealista italiana. También de extranjeros avecindados en Chile, mendigos y más de algún perro quiltro, espécimen inevitable de la fauna veguina. Algunos de los nombres de los locales resultan insólitos y parecen oscuras bromas: "El palacio de los pickles y aceitunas", "Carnicería El chunchito", "Frutas y verduras El bigote de pato" o "Rotisería La nueva alegría". Conocidas también son sus cocinerías que ofrecen platos caseros. En "La buena comida de la tía Ruth" los porotos con riendas se sirven a $ 800 y las cazuelas a $1.300. Desde 2005 hay una biblioteca y últimamente una sala de internet.

Durante las noches La Vega sufre una transformación. Los vendedores se van y en sus gangsteriles alrededores, indigentes y alcohólicos se reúnen para dormir bajo cartones cerca de una fogata improvisada. Una vez a la semana son auxiliados por Langar Chile, ONG creada por instructores de yoga kundalini, quienes con sus turbantes blancos reparten comida y té caliente hasta la medianoche.

Diego Matte cuenta que Neruda también frecuentaba La Vega. Su libro incluye el prólogo al Canto general donde el premio Nobel recuerda una visita en 1938. El poeta volvía de España y lo invitaban a sitios diversos para dar charlas. Un día de invierno cuando ya había llegado a su casa dispuesto a meterse en cama, cansado y con frío, recordó que a esa misma hora lo estaban esperando para escucharlo en alguna parte. Dio el papel con la dirección a un amigo que lo llevó al sitio donde lo esperaban. Era La Vega Central.

La historia la cuenta el propio Neruda: "Reconozco que miré mucho las frutas y las legumbres ilustres de nuestra Vega Central. Sin ver hombres ni mujeres. Nunca me había fijado en la muchedumbre de gente que transporta, que sube y baja con los sacos, que pulula y se derrama junto a la catedral de la verdura. Terminé la lectura. Entonces se produjo el hecho más importante de mi carrera literaria. Algunos aplaudían. Otros bajaban la cabeza. Luego todos miraron a un hombre, tal vez el dirigente sindical.

Este hombre se levantó igual a los otros con su saco a la cintura, con sus grandes manos en el banco, mirándome me dijo: 'Compañero Pablo, somos gente muy olvidada, nosotros, puedo decirle, nunca habíamos sentido una emoción tan grande. Nosotros queremos...'. Y rompió a llorar, con sollozos que lo sacudían. Muchos de los que estaban junto a él también lloraban. Sentí la garganta anudada por un sentimiento incontenible. La retórica y poética de nuestro tiempo no sale de los libros. Sale de estas reuniones en que el poeta se enfrenta por primera vez con el pueblo".

Así, hoy y siempre, La Vega atrae con su griterío de mercaderías a compradores y amantes del patrimonio que entienden ese rincón como un santuario callejero.

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