
Afianzar el ancla fiscal y priorizar la inversión fiscal

El CFA sitúa a Chile en “estrés fiscal”. Desde la crisis financiera global, los déficits estructurales se hicieron recurrentes y en 15 de los últimos 17 años el gasto superó los ingresos, con un déficit cercano a 2% del PIB y una deuda creciente. En 2024 no se cumplió la meta de balance estructural (BE): el cierre fue −3,3% del PIB frente a un objetivo de −1,9%, debido a ingresos 4.299 millones US$ inferiores a lo proyectado. Si desvíos como estos persisten, la deuda sobrepasaría el umbral prudente de 45% del PIB, con un gasto en intereses que ya subió de 0,7% a 1,2% del PIB entre 2015 y 2024.
Para 2025–2026 Hacienda rebajó la meta de 2025 de −1,1% a −1,6% del PIB. Su cumplimiento depende de medidas legislativas que, si fracasan, empujarían el resultado a −2,1% (brecha de unos 1.600 millones US$). Para 2026, Dipres proyecta −1,6% del PIB frente a una meta de −1,1%. Aunque parámetros actualizados —cobre de referencia en 4,38 dólares por libra y PIB tendencial no minero de 2,6%— alivian la senda, el marco muestra holguras negativas promedio de 0,5% del PIB anual hasta 2029 (≈1.800 millones US$). Sin nuevos ingresos permanentes, el gasto compatible con la regla crecería apenas 1,2% real promedio en 2026–2029. La cuestión no es cuánto gastar, sino en qué y cómo.
La experiencia de 2024 ilustra el problema: se ejecutó el 99% del Presupuesto, pero el ajuste de 800 millones US$ provino de una caída de 1.798 millones en gasto de capital, compensada por un aumento de 998 millones en gasto corriente. Usar la inversión pública como válvula de ajuste alivia el corto plazo, pero reduce la productividad futura, posterga proyectos de alto retorno social y erosiona la credibilidad de la regla.
Un objetivo exigente pero factible para 2026 es recuperar la ejecución de inversión previa a 2019, cuando los desvíos frente a la Ley eran mínimos. Volver a esa normalidad debe ser un compromiso explícito del Presupuesto 2026. La inversión pública no es contabilidad: es crecimiento futuro y base tributaria. Al elevar el stock y la calidad del capital —infraestructura, logística, energía, conectividad— aumenta la productividad total de factores, incentiva inversión privada y amplía el producto potencial. Ese mayor nivel de actividad se traduce, con rezago, en recaudación más robusta por IVA, renta y contribuciones. Persistir en la subejecución y aceptar una trayectoria decreciente de inversión frena el crecimiento y deteriora los ingresos fiscales proyectados para 2026–2029. Proteger y ejecutar la inversión es condición para cumplir la regla sin hipotecar productividad.
La tesis es simple: ajuste fiscal, sí; recorte de inversión pública, no. El crecimiento de mediano plazo depende de capital y productividad. Teoría y evidencia coinciden: la inversión pública y privada elevan producto e ingresos, especialmente si se acompañan de tecnología y buenas instituciones. En la práctica, un peso bien invertido reduce costos, facilita adopciones tecnológicas y coordina expectativas privadas.
La prioridad debe ser blindar la inversión con una cartera acotada y clara. La credibilidad fiscal se refuerza convergiendo al BE con reasignaciones hacia usos de mayor impacto y evaluaciones que retiren recursos de programas ineficientes. Con un techo de expansión cercano a 1,2% real y holguras negativas, no se trata de gastar más sino mejor: converger a la meta de BE, proteger la inversión pública y redirigir gasto corriente a urgencias sociales como listas de espera en salud y seguridad.
Por Mauricio Villena, Decano Facultad de administración y Economía, UDP
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