Por Juan Carlos SkewesDel Día de los Muertos a la fiesta de los muertos

No debiera sorprender que los primeros atisbos de la celebración de Halloween en Chile hayan ocurrido en un momento de inflexión en la historia del país. En los últimos años de los años 80 y desde los 90 en adelante, la celebración se propaga desde los barrios acomodados hacia las periferias urbanas. Al mismo tiempo que el país reclama alegría, sus mercados se abren. La influencia cultural -no sin un conveniente mercadeo– cobra vida en atuendos, caramelos y tretas y trucos. Las antiguas procesiones a los cementerios, encabezadas por mujeres de vestidos oscuros, llevando flores a sus muertos, comienzan a mermar. El país de la muerte había cambiado.
Conviene entender a Halloween no solo como un festival de caramelos, sino tal vez como el más carnavalesco de los eventos asociados a la muerte en la actualidad. Pero la paleta de colores no es exclusiva de esta celebración.
En este período, los cementerios también cambiaron sus trajes. Las tumbas comenzaron a dialogar con remolinos y retablos, con fotos en color. Los sepulcros blancos de las infancias antiguas hoy están poblados de juguetes y peluches. La fanaticada conserva las banderas de los clubes que fueron de sus amores, y las luces led vienen a perturbar la oscuridad de los camposantos. Y no solo eso. Los QR, Facebook, las animitas virtuales y la presencia liviana de los muertos en la red remecen los cimientos de aquella cultura fúnebre aposentada en la lápida.
Halloween no es solo un día en el calendario; es una profunda divisoria del sentido de la muerte entre un período y otro en la historia de un país. Y ello invita a pensar acerca del mandato con que las y los difuntos, desde abajo hacia arriba, convocan a crear y a celebrar la vida que para ellos no fue.
Por Juan Carlos Skewes, profesor titular Universidad Alberto Hurtado.
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