Opinión

¿Dónde están?

Hace casi un año entrevisté a Edmundo Pérez Yoma por su rol como ministro de Defensa en el gobierno de Eduardo Frei. Durante su gestión, y mientras el general Pinochet estaba detenido en Londres, Pérez Yoma organizó la llamada Mesa de Diálogo, una instancia que reunía a representantes de las Fuerzas Armadas con abogados de Derechos Humanos. El objetivo del encuentro -muy criticado desde distintos frentes- era dar con el paradero de personas desaparecidas en dictadura, lograr la ubicación de “al menos un cuerpo”, según recuerda Pérez Yoma. La meta no se logró. “Hubo rastros, estuvimos cerca, pero [no localizamos] ni uno”, me dijo. Le pregunté entonces las razones para que la instancia fracasara, entendiendo que podía nombrar varios factores, entre otros, las operaciones de remoción que se adelantaron a las indagaciones en terreno, sin embargo, su respuesta apuntó en una dirección distinta. Pérez Yoma me explicó que él pensaba que la idea no había sido del todo infértil, porque habían logrado que los militares reconocieran el Informe Rettig -no lo habían hecho- y que aceptaran que “habían hecho desaparecer a muchas personas, que no sabían dónde estaban, pero que había sido así, y que había cuerpos que no se iban a encontrar nunca, porque los habían tirado al mar”. Esto ocurrió en 1999, cuando habían transcurrido 26 años desde el Golpe Militar y ocho desde la entrega del Informe Rettig, que estableció que bajo el régimen encabezado por Pinochet hubo 2.279 víctimas muertas en manos de agentes del Estado, de las cuales 164 fueron consideradas “víctimas de la violencia política” y 2.115 calificadas de “víctimas de violación a sus derechos humanos”.

El proceso de reconocimiento de esa realidad fue una carrera en un pantano espeso. Hubo una primera etapa de denuncias presentadas frente a la justicia en dictadura, recursos que nunca prosperaban. Durante ese primer período la opinión pública, aquel amplio mundo que solo se informaba por televisión, apenas se enteraba de lo ocurrido. Los medios que profundizaban en la crisis de derechos humanos eran un puñado de revistas de oposición, cuyo alcance era limitado. Sólo en democracia y tras el hallazgo en mayo de 1990 de las fosas clandestinas en Pisagua, la cobertura que los medios convencionales, incluyendo la televisión, les dio un espacio central a los casos de desaparición forzada. Aquello marcó un cambio, porque incluso la prensa más conservadora dispuso en sus portadas las imágenes de las excavaciones en donde fueron encontradas las osamentas de prisioneros políticos ejecutados y enterrados en el litoral del desierto. Ya no se trataría más de una suerte de hipótesis tratada con pinzas por los noticieros en los años 80, usando el adjetivo “presuntos” para el sustantivo “desaparecidos”, y verbos en modo condicional. El siguiente paso fue la entrega del Informe Rettig en democracia, elaborado por una comisión que incluyó a personas ilustres cercanas a la derecha política. Luego vendría el reconocimiento relativo del Ejército sobre su rol en la tragedia. En adelante, tras el informe de la Comisión Valech sobre la tortura, el sector que negaría lo ocurrido o que justificaría la desaparición de personas bajo la lógica del “algo habrán hecho” sería progresivamente más pequeño. Llegar a ese punto tomó tres décadas. En el ínterin, la generación que padeció como adulta la represión comenzaba a envejecer, y otra generación para la que lo sucedido sería parte de una historia lejana comenzaba a nacer. Las razones para que el gobierno actual decidiera disminuir al mínimo el relato de este episodio central de nuestra historia reciente en la fallida conmemoración de los 50 años del Golpe -evitando, por ejemplo, mencionar las palabras “Golpe” en el título del programa documental de TVN sobre el acontecimiento- es un asunto inexplicable, considerando el avance sostenido de sectores políticos extremos que han hecho de la celebración de ese momento doloroso su especialidad.

Esta necesidad de contexto y perspectiva ha quedado en evidencia tras el reportaje de Chilevisión sobre Bernarda Vera Contardo -no tengo parentesco con ella-, una mujer que figura entre las personas desaparecidas en dictadura, que sin embargo podría estar viva y residiendo en Argentina. Un caso entre miles. La información era imposible de soslayar para cualquier mesa de redacción a la que llegara. Era noticia. Que la repartición pública a cargo del tema no calibrara el alcance del asunto no es responsabilidad del noticiero que lo difundió. Es incomprensible que las autoridades que estaban al tanto de que la prensa seguía la pista de la historia de Bernarda Vera no se adelantaran y elaboraran una reacción más inteligente que el mero secretismo inicial seguido por un punto de prensa del ministro Luis Cordero respondiendo, una vez más, en tono de reproche a los periodistas. La reportera a cargo de la nota solo hacía su trabajo, quienes no lo hicieron fueron otros: era evidente que una noticia como esa sería utilizada por un sector extremo para distorsionar los hechos, esparciendo falsedades en redes sociales, tal como ha ocurrido.

El Plan Nacional de Búsqueda para muchos familiares de desaparecidos no solo es una etapa más de muchas en una extenuante carrera por conocer el destino de sus seres queridos, sino la última oportunidad que tendrán para encontrarlos antes de su propia muerte. Esas personas merecen un trato cuidadoso de parte de un Estado que debería intentar mantenerlas a salvo de las agresiones de un sector que ha hecho del insulto despiadado al adversario una forma de vida. En este caso no ha sido así.

La pregunta “¿Dónde están?” lleva medio siglo sin respuesta. El paradero de tantas personas secuestradas por agentes del Estado sigue siendo una incógnita, y perseverar en la búsqueda es un tema, ya no tanto de justicia tardía, como de dignidad colectiva, una última señal de respeto y de humanidad por esos compatriotas que nunca se rindieron a la pesadumbre del pantano.

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