Opinión

El perdonazo del TAG y la economía del atajo

Hay decisiones públicas que, más que resolver un problema, revelan un estado de ánimo. La eliminación de las multas del TAG pertenece a esa categoría. En apariencia es una medida empática, de fácil asimilación ciudadana y de bajo costo político. Pero si miramos con algo más de detalle, lo que emerge es un incentivo peligroso: la normalización del atajo.

La economía nos recuerda una y otra vez que las reglas no son simples ornamentos: son coordenadas de comportamiento. Cuando un país comienza a flexibilizar sistemáticamente las consecuencias del incumplimiento, sin distinguir entre casos excepcionales y conductas reiteradas, algo se desordena en la cultura cívica. El mensaje implícito es claro: cumplir es opcional.

Algunos argumentan que el sistema de multas del TAG es excesivo, engorroso y poco empático. Pero al quitar la sanción al incumplimiento, corremos el riesgo de alimentar un fenómeno muy conocido en la literatura económica: el riesgo moral. Esto ocurre si la probabilidad percibida de ser sancionado disminuye, lo que a su vez aumenta el incentivo a incumplir. No es ideología, es un comportamiento documentado desde que Gary Becker modeló la decisión racional de violar una regla.

El TAG no es un impuesto ni una venganza urbana. Es un precio que internaliza un uso. Cuando decidimos que quienes nunca pagaron, o pagaron poco y tarde, recibirán un tratamiento equivalente a quienes hicieron el esfuerzo de cumplir, estamos alterando uno de los mecanismos más básicos de coordinación social y socavando la base del incentivo para la inversión. A la larga, ese deterioro no se ve en un gráfico, sino en gestos cotidianos -desde saltarse una fila, hasta ignorar una señalética-, que van erosionando algo esencial para que una comunidad funcione: la confianza en que las reglas valen para todos.

Hay además un problema práctico que suele omitirse. Las concesiones urbanas operan con modelos que requieren cierto nivel de certeza en el flujo de pagos. Cuando la política redefine retroactivamente los incentivos, aumenta la percepción de arbitrariedad. Y aunque las autopistas despierten resistencias en algunos, la consistencia regulatoria sí importa, porque determina cómo se financia la infraestructura futura. La credibilidad para un país, igual que la reputación, se construye lentamente y se pierde rápido.

Una amnistía generalizada, sin criterios finos, termina convirtiéndose en un gesto simbólico que confunde empatía con laxitud. Y en el largo plazo, esa confusión sale cara, porque debilita la cultura del cumplimiento, incentiva la conducta oportunista y genera la expectativa de que siempre habrá un “borrón y cuenta nueva” disponible.

En sociedades complejas, las reglas son el equivalente a las bisagras de una puerta: casi nadie las mira, pero sin ellas nada se sostiene. Eliminar las multas del TAG puede ser popular, incluso liberador para algunos, pero alimenta una idea peligrosa: que el atajo no solo es posible, sino legítimo. Y cuando un país empieza a romantizar el atajo, tarde o temprano se extravía del camino.

*El autor de la columna es economista

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