Opinión

Frustración estructural

Frustración estructural (Foto: Referencial/Aton)

Lo opuesto a una sociedad igualitaria, del sueño socialista que impone igualdad gracias a un Estado que quita y redistribuye los bienes, no es una desigual, sino una en que la movilidad social es una promesa real. Esa movilidad supone oportunidades y también riesgos, es un medio en el que convive, por una parte, el “hambre” de progreso de los que quieren ascender y, por otra, la cautela, incluso el temor, de los que no quieren perder las posiciones que han alcanzado. En eso radica la recompensa y el peligro de vivir en libertad.

Pero no hay movilidad social posible, si no existen oportunidades de educación razonablemente competitivas. Todos tienen que tener la opción de subirse a los patines, ese es el verdadero desafío y no el de bajar a algunos, como dijo un ex ministro en una de las frases más desafortunadas y tal vez más brutalmente sincera que registra la política chilena.

El ícono del acceso a los “patines” eran los llamados liceos emblemáticos, entre los cuales el Instituto Nacional era el verdadero faro que marcaba una senda de excelencia y oportunidades. En una palabra, de meritocracia. Cada año la prensa registraba historias emocionantes de jóvenes de familias humildes, de esfuerzo excepcional, que alcanzaban puntaje nacional en las pruebas de acceso a la universidad, gracias a los cuales entraban a estudiar las carreras más selectivas en las mejores universidades chilenas. Gracias a ellos, a su sacrificio y el de sus familias, toda nuestra sociedad podía comprobar empíricamente que el trabajo bien hecho obtiene recompensa, que es posible creer que Santos Discépolo estaba equivocado, que finalmente no “es lo mismo un burro que un gran profesor”.

Pero esas noticias se acabaron. Los liceos emblemáticos ya no llaman nuestra atención por sus historias de mérito y superación, ahora son los “overoles blancos” quienes llenan los medios de comunicación; ya no son los puntajes alcanzados, sino las bombas molotov estalladas; ya no son, en fin, las carreras que estudiarán sus egresados, sino los centros de salud al que fueron derivados los quemados y heridos en sus patios. Sus profesores no reciben premios, los rocían con bencina.

El anarquismo y extremismo de una izquierda afiebrada, violenta, antidemocrática, logró quitarle los patines a quienes más los necesitaban y merecían. Esas familias que, vendiendo en ferias libres, muchas veces de “coleros”, levantándose a las cinco de la mañana, soñaba con el futuro de sus hijos, perdieron el único medio que podía convertir el sueño en realidad. Ahora una tómbola es el símbolo de una sociedad completamente distinta, una que nos transmite que la justicia se encuentra en el azar y no en el esfuerzo, una tómbola que gira en medio de la destrucción de una educación pública que no promete nada más que fracaso.

Sin patines no hay esperanza de progreso, no existe la movilidad social ni siquiera como sueño. Solo esa frustración estructural que augura violencia y el odio que alimenta de soldados al crimen organizado.

Por Gonzalo Cordero, abogado

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