Instituto Nacional

En abril, el Instituto Nacional decidió convertirse en un liceo mixto. FOTO: Mario Tellez / La Tercera


Todos los institutanos de los setenta y ochenta recordarán la primera impresión al llegar al colegio: la de un edificio grandioso. La mayoría veníamos de escuelas con combinaciones de concreto y madera; otros solo conocían madera y latas, en la escuela y en su casa. Eran escuelas que, en todo caso, también veíamos crecer, con un nuevo galpón de biblioteca, con una nueva armazón metálica para un 'gimnasio' que nunca se cerraba con paredes; era un techo al aire libre, horno en verano, frigorífico en invierno. Sabíamos del instituto por las conversaciones de nuestros padres, pero llegar por primera vez ahí era impresionante. Un lugar colosal, moderno, incluso con algún diseño curvo, instalado a pasos de La Moneda.

La narrativa del primer año, de profesores y autoridades designadas por la dictadura, era un incentivo amenazante: al Instituto es difícil entrar, pero es muy fácil salir. Seguramente, eso se sigue escuchando. En la inmensidad del patio central, ordenados del más chico al más grande, todos parecíamos tropas azules cantando la primera y segunda estrofa. Pero en vez de fusiles, íbamos armados de cuadernos. En la sala, la primera historia era la de los presidentes que estudiaron en el Instituto. Nunca nadie cuestionó por qué no una presidenta. No estaba en el sentido de la época, como tantas otras cosas no estaban en esos años, desde la libertad de decir lo que se quiere hasta la libertad de vivir diciendo lo que se quiere.

La formación política era prácticamente inexistente, salvo por alguna heroína que nos enseñaba historia presente empleando el pasado, salvo por algún héroe que nos decía que Chile no era un país democrático aunque la Constitución comenzara con esa frase. Todo lo demás era aprendizaje cognitivo. Pero también había una enseñanza moral en ese ostracismo político institutano: nos enseñó a vernos como individuos, como personas autónomas, que podían hacer lo que quisieran si trabajaban y se relacionaban con los demás como iguales. Porque ni los profesores más derechistas ni los más izquierdistas nunca discriminaron por clase o por preferencia política para en enseñar o poner notas. Y menos lo hacían los estudiantes para competir o cooperar en el aprendizaje o en los campeonatos de deporte.

Vernos como individuos, como personas, como iguales es la base de una sociedad democrática, porque desde ahí cualquier cofradía se vuelve odiosa, cualquier secreto se vuelve una herramienta de poder discriminatorio, cualquier anclaje irreflexivo a la tradición se torna injustificable.

El ingreso de mujeres al Instituto es un paso democrático natural de la consideración de todos los individuos como personas autónomas e iguales. Nada de esto desconoce el pasado institutano, porque su historia lo hizo llegar a este punto y su presente abierto a trascender las diferencias de sexo y género lo guiará por mejores rumbos. Ninguna institución realmente democrática puede soportarse a sí misma en un estado de injusticia. Solo tiene que darse cuenta de ella. Eso puede tardar, pero llega. El anuncio del modelo mixto en Liceo 7 es otro paso. Al menos todos los liceos emblemáticos debieran seguir este ejemplo y votar su futuro.

Varios de nosotros no los alcanzaremos a ver, pero desde hoy sabemos que se puede esperar que la primera semana en el Instituto a fines del siglo veintiuno sea la historia de presidentas y presidentes de Chile que pasaron por sus aulas. La historia de todas las mujeres y hombres que se educarán ahí quedará plasmada en muchos rincones del país y el mundo, como lo ha quedado hasta ahora.

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