Por Óscar ContardoLa hora de la resignación

“Cuidemos lo bueno, cambiemos lo injusto” es el eslogan con el que el Frente Amplio se presenta a una elección -parlamentaria y presidencial- en la que su rol y sus expectativas son muy diferentes a las de hace cuatro años, cuando la estética Disney y los fervores de la primera Convención Constituyente ayudaban a pensar que el ascenso de una nueva generación de izquierda lograría no solo frenar el avance de la ultraderecha, sino cambiar la política local, dotándola de nuevos referentes y orientándola al bienestar colectivo y una revalorización de lo público como eje de la convivencia. Nada de eso ocurrió, peor que eso, las banderas de temas tan importantes para la izquierda como la desigualdad de ingresos, la educación y la salud pública, la vivienda, los desafíos del cambio climático y la cultura, acabaron siendo discretamente arriadas y dispuestas tras un biombo de excusas. El país no se cayó a pedazos, como lo pronosticaba la derecha, pero los puntales para que eso no ocurriera -la gestión de Marcel en Hacienda, el rol de Tohá en Interior- no fue un aporte de los debutantes en La Moneda, sino de la experiencia de la generación socialdemócrata que acudió a rescatar un buque cuyo capitán y tripulación de confianza tienden a extraviarse entre contradicciones pasmosamente exhibidas y un repertorio de convicciones invocadas que suelen extinguirse en gestos frívolos que indican exactamente lo opuesto a lo declarado.
Los resultados de la primaria presidencial del oficialismo -la votación alcanzada por Gonzalo Winter- fueron para el Frente Amplio un baño de fría realidad sobre la manera en que había cambiado la forma en que era percibido por sus potenciales adherentes: la confianza en las buenas intenciones había chocado estruendosamente con los hechos. El eslogan “Cuidemos lo bueno, cambiemos lo injusto” tiene el tono de quien se resigna encogiendo los hombros, pero conserva esa primera persona mayestática que tiende a dar órdenes y lecciones como si hacer política consistiera en educar al pueblo en un nuevo evangelio: ¿Qué es lo bueno y qué lo injusto? Mucho catecismo del que brota una soberbia que se instaló como marca registrada de la generación que iba a cambiarlo todo y nos acabó acercando a la respiración amenazante del autoritarismo.
Los estudios más recientes, como el de Imaginacción, indican que la actual oposición sumaría aún más escaños en el Congreso gracias a la ultraderecha. Según el informe publicado en La Tercera hace una semana, la fortaleza oficialista estaría en las regiones del norte, virtud de liderazgos locales reconocidos, en tanto en el centro-sur del país el avance de la actual oposición dejaría, por ejemplo, sin representantes del Frente Amplio el distrito 9 de la Región Metropolitana -en donde antes tuvo dos diputados- ni en el distrito 26 de Puerto Montt -donde actualmente tiene un representante-. En el Senado, que solo se renueva parcialmente, la oposición podría aumentar de 13 a 15 su representación, disminuyendo la de centroizquierda de 10 a ocho.
“Un Chile que cumple” ha sido el eslogan de la candidatura de Jeannette Jara, la exministra que arrasó en la primaria de izquierda en virtud de una labor destacada dentro del gobierno y de unos atributos personales que permiten una identificación que ninguno de sus contrincantes en el sector podía equiparar: una biografía fraguada desde abajo y ajena a la élite, y un carisma personal evidente aun para sus adversarios. Sin embargo, Jara compite en una carrera en la que debe estar constantemente aligerando el peso muerto de un gobierno del que debe tomar distancia para no aparecer como la continuidad que solo un 30 por ciento del electorado defiende, y de un partido como el Comunista que durante el último año ha estado lejos de su legendaria disciplina interna. En lugar de un apoyo cerrado sin fisuras a Jara lo que se ha visto es un conflicto doméstico que se ventila cada tanto usando a su candidatura como fusible. Una desprolijidad demasiado evidente que debe tener responsables muy poderosos, mal que mal, la adhesión que ha tenido Jara, es decir el apoyo popular logrado en una campaña presidencial por una militante comunista, es algo que su partido debería considerar como una oportunidad histórica para el partido. En lugar de allanarle camino, la candidata ha debido soportar zancadillas. Tampoco ayuda el insostenible apoyo del PC a regímenes como el de Maduro en Venezuela y el encabezado por el matrimonio Ortega en Nicaragua, una especie de solidaridad mal entendida a liderazgos tóxicos que de poco sirve para confrontar el arraigado anticomunismo local. Aún más, la solidaridad con gobiernos tan violentamente autoritarios -desde su lenguaje hasta sus políticas- solo sirve para que la ultraderecha nacional empate con su visión romantizada de la dictadura de Pinochet. El abuso, la corrupción y la crueldad pueden tener distintas justificaciones, pero sus efectos son los mismos: sufrimiento, división, pobreza.
Jeannette Jara tendrá una segunda vuelta cuesta arriba, y aunque es evidente que el avance de las ideas filofascistas es un fenómeno internacionalmente en alza, las izquierdas tienen una responsabilidad propia en que esto así ocurra; desde partidos que se han convertido en meros movilizadores electorales, discursos ciegos a las urgencias de los sectores populares en temas como la seguridad y la criminalidad, hasta desdeñar los cambios culturales y sociales que están provocando transformaciones tecnológicas en curso. “Somos pasado, presente y sobre todo futuro”, reza un lema del Partido Comunista chileno en su sitio en internet, aludiendo al orgullo de una tienda política casi centenaria. El problema es que ese “sobre todo futuro” no parezca tan evidente a la hora de demostrarlo con hechos, o al menos, a la hora de respaldar a su propia candidata.
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