Por Ascanio CavalloLa nueva ola azul
Si la realidad se allana por esta vez a coincidir con las encuestas, en América Latina parece estarse formando una “ola azul”, una corriente de gobiernos de derecha que sería la segunda del siglo XXI, aunque más intensa que la anterior.
Las avanzadillas han sido la mantención de la hegemonía del Partido Colorado en Paraguay con la elección del Presidente Santiago Peña, en el 2023; el triunfo de Daniel Noboa en Ecuador, cuya contundencia sugiere que sepultó la influencia del correísmo, el mismo año. En forma más reciente, la confirmación de la mayoría de Javier Milei en Argentina, después de un momento de zozobra, y el desplazamiento de Evo Morales en Bolivia, cuyo egotismo hace parecer que hasta Rodrigo Paz, el nuevo presidente más bien centrista, quede a la derecha. En la secuencia temporal sigue Chile, donde, a pesar de sus propios esfuerzos por destrozarse, los candidatos de derecha mantienen el claro favoritismo.
Para el próximo año, las elecciones en Perú (abril de 2026) son el mayor de los misterios, pero cuesta imaginar que los peruanos vuelvan a votar a una izquierda como la que representó Pedro Castillo; sin embargo, al cerrarse en octubre el período de inscripciones quedaron 47 precandidatos a nombre de 39 partidos, justamente el tipo de dispersión de la que emergió Castillo. En Colombia (mayo de 2026), el desprestigio de la gestión de Gustavo Petro sugiere que terminaría como la rareza que ya fue.
De modo que en Sudamérica el próximo año sólo quedarían como islas de la izquierda moderada Uruguay y Brasil. A estas últimas elecciones (octubre de 2026) se presentará, para un cuarto período, el ya octogenario Lula. Venezuela, por supuesto, es la zona oscura, que no se iluminaría ni aunque tuviese elecciones, que ya se sabe cómo terminan.
En Centroamérica el panorama es parecido, con las excepciones de México y Nicaragua. La situación más delicada son las elecciones de fines de noviembre en Honduras, donde, a pesar de encuestas muy contradictorias, la Presidenta Xiomara Castro, casada con el derrocado expresidente Manuel Zelaya, ha venido trabajando en favor de una sucesora, lo que insinúa el riesgo de un segundo “matrimonio controlador”, como el de Ortega-Murillo en la vecina Nicaragua. En cambio, en Costa Rica (febrero de 2026) llevan la delantera dos candidatos conservadores.
En la política centroamericana actual, el vector extraño es la presencia de China y la determinación de Donald Trump de sacarla de la región, como ya hizo en Panamá.
El viraje latinoamericano tiene por telón de fondo lo que la excanciller argentina Susana Malcorra ha descrito como un momento de transición, en el que “el orden que existía ya no está y el nuevo orden aún no existe”. En una conversación sobre América Latina organizada por AthenaLab y la Escuela de Gobierno de la UAI, el investigador principal del Real Instituto Elcano, Carlos Malamud, precisó que Antonio Gramsci, autor original de esa frase, agregaba que estos son los momentos en que emergen los monstruos.
¿Cuáles son los monstruos de América Latina? Cada país tiene sus propias singularidades, pero la sincronía en el desplazamiento de las izquierdas sugiere la presencia de al menos algunos rasgos comunes. Actitudes más que monstruos.
La principal -según se desprende, nuevamente, de las encuestas- es la molicie para enfrentar el crimen y la inseguridad, bajo el majadero amparo de las “causas estructurales”. Esta es una demanda que venía creciendo aceleradamente a lo menos desde el 2015. Lo que las izquierdas del hemisferio no percibieron es que los ciudadanos han venido traduciendo esta indiferencia como la indefensión por parte de unos aparatos estatales muy interesados en otras cosas.
Otro rasgo común ha sido el estancamiento del crecimiento económico, que en algunos países ha significado alto desempleo, en otros, alta inflación, y en otros, la captura de los jóvenes, no por la economía formal, sino por el crimen organizado. Por alguna razón, la izquierda no tuvo la imaginación para ver en el crecimiento algo distinto del capitalismo salvaje y hasta renegó del comercio exterior, sin advertir que las libertades de los 90 impulsaron a los países pequeños a crecer más de lo que solían. Tuvo que llegar Trump para tener que defender las exportaciones.
Y está, por fin, el problema migratorio, al que tampoco se prestó suficiente atención. Millones de personas fueron desplazadas a partir de la dictadura de Hugo Chávez, que se sumaron a los miles de inmigrantes mexicanos, colombianos, ecuatorianos y peruanos que se movilizaban desde antes de eso. Las ásperas medidas de Trump han reducido la migración por México en un 60% y disminuido en un 98% la congestión mortal en el Darién. Esos migrantes se han reorientado hacia Sudamérica. En Centroamérica hay, además, un nudo económico: sólo en Guatemala, los migrantes envían remesas por 24 mil millones de dólares al año, y en la mayor parte del istmo tales ingresos representan cerca de un 30% del PIB. De modo que esa migración tiene un doble efecto: pérdida de fuerza productiva y aumento de ingresos. Las izquierdas en el poder tampoco han sabido lidiar con esta complejidad y aún hoy se limitan a reaccionar a las propuestas agresivas de la derecha.
Hay más problemas, por supuesto. Educación, salud, vivienda, pensiones, natalidad: los problemas “sociales” clásicos. A menudo desatendidos.
¿Se necesitan monstruos?
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