Por Ernesto OttoneLa socialdemocracia no es un apodo

En el debate político electoral el término socialdemocracia se repite con frecuencia, normalmente en sentido positivo en casi todo el arco político chileno. Esto no siempre fue así, en la izquierda chilena solía ser un insulto, un sinónimo de derechismo y pusilanimidad. Hoy se habla, con simpatía en la derecha democrática, en el centro político, e incluso Jeannette Jara parece haber dicho en privado que al menos en algún sentido era socialdemócrata. Ni hablar del Presidente que, medio en serio medio en broma, lo repite con fruición en los eventos empresariales. Parecería haberse transformado en certificado de buena conducta, de moderación, de gentileza, de gradualidad, apto para borrar pecados de agresividades pasadas y pronóstico de cordialidad futura.
El misterio profundo es por qué algo tan apreciado no está en la oferta electoral, pese a su similitud al espíritu de la coalición que dirigió a Chile durante los mejores decenios de su historia: la Concertación. En ocasiones hemos abordado las razones de ese triste misterio, pero quizás ya es hora de explicar que la socialdemocracia no es un apodo, un talante que presenta bien, sino que es un pensamiento político, económico y social con una larga historia, con aciertos y errores, que tuvo sus raíces en el siglo XIX, que ha jugado un rol importante en el siglo XX y espero que, aunque atraviese hoy una etapa difícil, se recuperará en el siglo XXI.
La socialdemocracia surge a comienzos del siglo XX como una escisión del movimiento obrero que seguía las ideas de Marx, el gran crítico del capitalismo y partidario de una revolución mundial que conduciría al socialismo y al comunismo.
En 1899, Eduard Bernstein, discípulo de Marx y Engels, escribió el libro “Premisas del socialismo y los objetivos de la socialdemocracia”, en el cual discute en profundidad el análisis y las profecías de Marx y plantea un camino alternativo, reformador del capitalismo que reconoce la democracia liberal como valor permanente, a través de la cual se pueda lograr un mayor bienestar común, excluyendo la violencia y la dictadura del proletariado.
Ese pensamiento ya tenía raíces en John Stuart Mill y en el fabianismo británico, que contaba entre sus dirigentes al escritor George Bernard Shaw. Posteriormente se desarrollará con distintos matices en toda Europa, como el liberal socialismo de Carlo Roselli y Norberto Bobbio en Italia.
La socialdemocracia tuvo una vida dura, pues debió confrontarse con el marxismo revolucionario triunfante de la Revolución de Octubre en Rusia y con el extendido fascismo y nazismo que campeaban en ese tiempo casi por toda Europa.
Solo después de la Segunda Guerra Mundial, la socialdemocracia pudo jugar un rol importante en Occidente, convirtiéndose en una fuerza de gobierno que combinó con éxito el crecimiento económico y altos niveles de igualdad en los países que dirigió, particularmente en los países nórdicos, como Suecia, que a partir de 1932 llevó a un país en ese entonces pobretón a niveles muy destacados de desarrollo. Todo ello se logró a través de reformas progresistas, combinando Estados musculosos con capacidad estratégica y economías de mercado con alto nivel de productividad, que generaron durante años “Estados de bienestar” exitosos.
Por otra parte, el sistema democrático y el crecimiento de los derechos ciudadanos se desarrolló sin interrupciones. Países históricamente atrasados y sometidos a dictaduras como España, Portugal y Grecia se integraron a una Europa desarrollada, con gran aporte de la socialdemocracia en los años 70 y los 80. En 1959, el Partido Socialdemócrata alemán en su congreso efectuado en Bad Godesberg abandona toda referencia al marxismo, señalando no tener “verdades últimas” e identificando al socialismo como profundización de la democracia. Indicando, además, que la economía de mercado, la democracia y la justicia social no eran incompatibles, sino complementarias.
Con el paso de la sociedad industrial a la sociedad de la información se produjo de manera ambivalente un cambio muy profundo en la economía mundial, en la sociedad y en la política. Los aspectos del desarrollo instrumental avanzan vertiginosamente, pero los aspectos normativos regulatorios y civilizatorios quedan atrás. El respeto a las reglas fue sobrepasado por una competencia sin reglas, y se expandió en estos últimos años imperiales la amenaza, la fuerza y la depredación. Ello no favoreció a la democracia procedimental ni sustantiva, como tampoco a la institucionalidad y a la convivencia democrática. Florecieron aventureros por doquier, populistas autoritarios y luchas territoriales que abrieron guerras que perduran hasta hoy. Vale decir se establece un mundo guerrero en el que los valores de la socialdemocracia se expresan con mucha dificultad y donde los extremismos y fanatismos, tanto de derecha como de izquierda, gozan de buena salud.
En la experiencia chilena de la Concertación, que dirigió el tránsito de la dictadura a la democracia, también ese temporal trajo su ventarrón, que perjudicó nuestro impulso propulsivo, un ciclo beneficioso se cerró. Si bien no todo se cayó a pedazos, bastante maltrechos hemos quedado. Nuestra experiencia de orientación socialdemócrata, pese a sus logros, era todavía frágil, le quedaba mucho por hacer y se descuajeringó.
Hoy existen solo suspiros de nostalgia y quienes la destruyeron tienden a fingir demencia. Tomará mucho tiempo reconstruir una fuerza con esa orientación en el futuro. En nuestra era no tiene sentido replantearse la socialdemocracia tal como se constituyó en la sociedad industrial. El tipo de progresismo que ha encarnado la socialdemocracia histórica o estructuras políticas similares adquirirán en el mundo de la inteligencia artificial nuevas características, cuyos contornos apenas vislumbramos, pero ellas deberían conservar lo fundamental, aquellos valores que tienen todavía plena vigencia, su metodología democrática, sus reglas liberales y su tono gradual para realizar cambios sin polarizaciones ni rupturas.
Como dijo el gran historiador británico Tony Judt, “la socialdemocracia no representa un futuro ideal: ni siquiera un pasado ideal, pero es la mejor de las opciones que tenemos hoy”.
Sería traicionar a generaciones pasadas y futuras que se usara como maquillaje o careta para ocultar otras aspiraciones ajenas a sus valores.
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