
Leopoldo (criar y crear)

Ya no me acuerdo dónde aprendí esto, pero no se me olvidó. En los campos se sabe desde épocas remotas que en la sucesión de las cosas vivas existen, por lo menos, dos tipos de ellas, tanto en los vegetales y animales como en los seres humanos: las generaciones de crianza y las de labranza.
Las generaciones de crianza son aquellas a las que les toca cuidar de otras nuevas. A menudo, esta es labor silenciosa, que ocurre en la oscuridad de una bodega o la intimidad de un hogar. Son las papas (tubérculos) que se dejan para semilla. Son, también, los seres humanos que optan por dedicar más esmero a los hijos.
Las generaciones de labranza rinden de manera distinta. Salen de los recintos de cuidado, cruzan los mares, exploran el mundo, viajan a otros planetas, se hacen de un nombre. Son las papas (tubérculos) que se comerán en las recetas más variadas de los cruceros de placer. Son, también, las personas en las que se despliega todo un talento. Transforman los potreros, el curso de los canales, la convivencia de las ciudades, implementan espacios que antes no existían y que empiezan a dar qué hablar.
No es tan curioso que estos aspectos los hallemos en las realizaciones más espléndidas de la humanidad. Antes de Wolfgang Amadeus Mozart, con su despliegue de virtuosismo, estuvo Leopold, su severo padre, a quien el sociólogo Norbert Elias imaginó entre el servicio doméstico de un príncipe. Sí, Leopold, supuestamente menos talentoso (supuestamente, digo, para quienes no entendieron esta dinámica de generaciones). Porque a Leopold le tocó “criar” “La flauta mágica”, “Las bodas de Fígaro”, “Idomeneo”, el “Réquiem”, y, por lo tanto, “crearlas” desde un perfil distinto al que buscan plasmar los flashs. Lo mismo puede decirse de Picasso y su padre, el pintor de palomas. Pero tal vez no de Schopenhauer, y su divertida madre Johanna, que se dedicó a amoblar su salón de tertulias, permitiendo a su feo hijo pensar ideas muy feas. Y no así de Teón, el discreto filósofo que engendró a Hipatia de Alejandría, una de las sabias más extraordinarias de esa Antigüedad desplomada.
En su ensayo “En un mismo barco”, el pensador Peter Sloterdijk (que hace unos años nos visitó en Chile) explica precisamente este tema con una teodicea de canoas, carabelas y portaviones. La mano que llegaría a ser capaz de tocar el piano de Chopin —dice este genial gordo comedor de guanacos patagónicos—, fue la misma finamente artículada en los milenios del paleolítico, una prolongada época de crianzas, de hombre por el hombre.
Nuestro país, que claramente navega una época de malas labranzas, tendría tal vez que apostar, si es que ya no lo está haciendo sin que yo me haya enterado (lo cual nada tendría de raro) por las crianzas. Por eso quizá se venden tantos y excelentes libros para niños mientras que sus mayores, no digamos que adquieren y leen la “Fenomenología del espíritu” de Hegel (y hasta esta humilde columna les resulta un calvario).
Si esto es así, no está todo perdido. Leopold está trabajando para usted.
Por Joaquín Trujillo, investigador CEP
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