
Los bancos de la ira

El cambio partidario más virtuoso del último quinquenio es el del Frente Amplio, que pasó desde una coalición informal de partidos y movimientos a un solo partido unificado. El pensamiento virtuoso siempre preferirá creer que esto fue el resultado de un proceso razonado y una convivencia prolongada, y no sólo de un cálculo sobre cuántos desaparecerían por falta de representación parlamentaria.
El Frente Amplio fue en contra de la tendencia a la fragmentación que ha afectado a los partidos tradicionales, sin ninguna excepción. Esto supone entender que los partidos son representaciones de ciudadanos que se unen en torno a un conjunto de ideas políticas y no grupos que defienden intereses específicos ni identidades sectarias. Ello no impide que admitan tendencias con énfasis diferentes. La destrucción de la DC tiene un origen eminente, si no único, en la guerra de tendencias llevada hasta la pérdida de toda fraternidad. En cambio, el Frente Amplio, que también en esto emula al PS, ha mantenido a sus “lotes” sometidos a una lealtad fundamentales.
Los partidos son instituciones esenciales en la democracia representativa, porque reúnen a los ciudadanos, preparan a los que dirigirán el Estado y actúan de correa transmisora de las demandas sociales, entre muchas otras funciones. No son importantes en los regímenes populistas, que siempre dicen preferir a los movimientos sociales, tanto en la derecha como en la izquierda. Y no lo son en las autocracias, que propenden al partido único. Por lo tanto, la salud de los partidos no es un asunto accesorio. Donde aparezca un discurso antipartidos hay que desconfiar.
Observando la situación en Occidente, el filósofo Peter Sloterdijk ha escrito que muchos partidos actuales funcionan como “bancos de ira”, donde los ciudadanos depositan su rabia y los partidos les prometen amplificarla, con ofertas de rendimiento que nunca se cumplen. La ira, sugiere, se ha convertido en un negocio político; el banco lo administran los dirigentes de los partidos. Sloterdijk opina que esto ocurre especialmente en la izquierda, pero no sería difícil confeccionar una lista de partidos de derecha con las mismas características.
Los partidos chilenos tendrían que tomar nota de esta situación que, aun teniendo algunos rasgos globales, no los libra del riesgo de desintegración general. Si se encuentran en los últimos lugares del aprecio ciudadano, no será solamente por la acción de terceros. Las elecciones son un momento privilegiado para observar lo que realmente ocurre. El personalismo, el ventajismo, la deslealtad, el oportunismo se enseñorean en estas fechas y, cuando los sospechosos principales deberían ser los candidatos independientes o los que se cambian de partidos como de trajes, terminan siéndolo también los que militan en esos partidos rabiosos y desleales. El resultado de las elecciones debería suscitar una reflexión sobre su porvenir en los partidos, pero eso ocurre muy rara vez, porque siempre parece más prudente no reparar en minucias.
Las defectuosas reformas políticas de Bachelet 2 pueden haber alentado las malas prácticas en los partidos, pero estos son al final los responsables de contenerlas. Un partido no es una policía ni tampoco una oficina de empleos, sino, verdaderamente, una cultura. Si no puede ser eso, en poco tiempo no será nada.
La indecisión del gobierno y, peor aún, la resistencia de sus partidos para legislar la reforma al sistema político no refleja las culturas de esos partidos, sino más bien la captura de ellos por intereses corporativizados que no tienen mucho interés en la representación y sí en conservar las cuotas de poder (de poca monta) que obtienen de esos cargos.
Si los partidos son culturas, lo que se sigue es que sus dirigentes son las encarnaciones de ellas; si no es así, alguien miente. Los dirigentes son quienes deben discernir cuánto de sus partidos se dedica a mejorar la formación intelectual de sus militantes, cuánto a prepararlos para ejercer funciones de poder y, sobre todo, cuánto a pensar en el Chile del futuro. Son los que deben contener la tendencia a pensar sólo en la querella del día o en la próxima elección y sustituirla por la de mirar en el largo plazo: qué hacer con la educación, con la tecnología, con los nuevos ciudadanos inmigrantes, con el hundimiento de la natalidad, en fin, con cualquiera de los monumentales problemas que acechan para el próximo medio siglo.
Un partido que no pueda hacer algo de eso no merece existir. Pero las cosas no son tan drásticas, se sabe que la democracia finalmente no es tan ilustrada ni lúcida. Bastaría con unas pocas condiciones cuantitativas, mínimas, modestas, que les recuerden a los partidos las responsabilidades que tienen con la democracia.
Porque a menudo las olvidan.
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