
El legado de las ‘almond moms’: hambre y culpa
Esta columna no es una acusación contra las madres, sino una invitación a mirar el sistema que las formó. Porque criar distinto es valiente, es revolucionario y, sobre todo, es un acto profundo de amor.

No es de extrañar que muchas personas —especialmente mujeres, ya sean niñas, adolescentes o adultas— se sientan identificadas con un estilo de crianza que promueve la restricción, el control y la obsesión por la delgadez, disfrazándolo de “vida saludable”.
“Cómete unas almendras y mastícalas bien”. Esa fue la “sugerencia” de Yolanda Hadid a su hija Gigi, entonces adolescente, cuando esta le dijo que se sentía débil por no haber comido en todo el día. La escena, emitida en The Real Housewives of Beverly Hills en 2013, se volvió viral casi una década después. Internet no tardó en bautizar a Yolanda como una almond mom: madres que, bajo el disfraz de una vida sana, perpetúan discursos de restricción, control y delgadez a toda costa.
Pero este fenómeno no es nuevo. El término solo le puso nombre a una realidad compartida por muchas: crecer en hogares donde comer era una amenaza, donde la comida se dividía en “buena” o “mala”, y donde el valor personal parecía depender del número en la balanza. “Eso engorda”, “no comas más”, “vas a arruinar todo lo avanzado”. Frases repetidas con preocupación, pero cargadas de violencia simbólica.
La ciencia lo advierte. Un metaanálisis publicado en Eating Behaviors (Kroon Van Diest & Perez, 2013) reveló que los comentarios maternos sobre peso y alimentación se asocian con mayor insatisfacción corporal y conductas alimentarias de riesgo. Otro estudio longitudinal en Journal of Adolescent Health (Neumark-Sztainer et al., 2010) mostró que adolescentes que recibían críticas sobre su cuerpo por parte de sus madres tenían significativamente más probabilidades de desarrollar trastornos alimentarios con los años.
En mis consultas como nutricionista, escucho una y otra vez relatos de personas que crecieron bajo el control materno sobre su cuerpo y su alimentación: madres que prohibían el pan al desayuno, que celebraban cada gramo perdido y que instalaban la balanza en la entrada del baño como si fuera un altar de redención. Madres que hicieron lo que pudieron con las herramientas que tenían, pero cuyas palabras se transformaron en heridas profundas, difíciles de sanar incluso décadas después.
Porque lo que está en juego no es solo lo que se dice, sino lo que se transmite: miradas de reprobación, compras alimenticias cargadas de moral, cuerpos propios criticados sin piedad frente al espejo. Todo eso educa. Todo eso deja huella.
Y no son huellas leves. La presión constante por cumplir con un ideal de delgadez puede derivar en trastornos de la conducta alimentaria (TCA), ansiedad, baja autoestima, miedo a engordar e incluso alteraciones fisiológicas graves: déficit de hierro, calcio, vitamina D, disfunciones hormonales, pérdida de masa muscular, amenorrea, daño digestivo y metabólico, entre muchos otros. El cuerpo —sabio y generoso— hace lo que puede con lo que tiene, pero no florece en la carencia.

Lo más perverso es que este discurso restrictivo no nace en la casa. Se aprende. Y muchas veces se aprende en la consulta médica. Las madres han sido adoctrinadas por una cultura de dietas que se ha infiltrado en la salud pública, en los libros escolares, en los mensajes que profesionales repiten sin cuestionar: “hay que cuidar la figura”, “el azúcar es veneno”, “el hambre se engaña tomando agua”, “las emociones no se comen”. Frases que siguen resonando en clínicas, consultas y controles pediátricos. Lo preocupante no es solo que estas ideas circulen, sino que se disfracen de “evidencia científica”, cuando en realidad perpetúan una moral alimentaria dañina y un estado de salud deficiente.
Y, sin embargo, quiero decirlo con claridad: esta columna no es una acusación contra las madres. No son ellas las únicas responsables de las relaciones conflictivas con la comida y el cuerpo. Ellas también fueron educadas por una cultura que glorifica la delgadez, que premia la restricción y que demoniza el placer.
Ellas también crecieron escuchando que “hay que ganarse la comida”, que “el hambre se controla” y que “para ser bellas hay que ver estrellas”. Reprodujeron lo que creyeron correcto. Lo hicieron —en la mayoría de los casos— desde el amor. Pero un amor atravesado por el miedo, la exigencia y la vergüenza.
Como reafirma la psicóloga Fernanda Mena, especialista en TCA y cofundadora de la clínica Libre Vivir: “Muchas niñas criadas bajo ideales de control y delgadez aprenden a vincular su valor con su cuerpo. Esto puede dejar huellas: baja autoestima, culpa al comer, miedo a subir de peso y una relación difícil con la comida y con ellas mismas. No es exagerado: es una herida que necesita cuidado”.
Y es una herida colectiva. Porque todas —madres, hijas, hermanas, compañeras— hemos sido atravesadas por esta cultura que glorifica la delgadez y castiga el placer. Una cultura que nos enseñó a desconfiar de nuestros cuerpos, a contar calorías en lugar de emociones, y a creer que el valor personal se mide en kilos. No se trata de señalar culpables individuales, sino de ver el sistema que nos formó a todas. Las madres no inventaron estas reglas: las aprendieron.
Criar distinto es valiente. Cuestionar lo aprendido es revolucionario. Y aunque desaprender duele, es también una forma profunda de amor. Porque romper esta cadena no significa rechazar a nuestras madres, tías o abuelas, sino abrazarlas también en su propio dolor. Entender que ellas hicieron lo que pudieron con las herramientas que tenían, y comprometernos a hacerlo mejor.
Habitar el cuerpo sin culpa, disfrutar la comida sin miedo y criar sin repetir los mismos mandatos no es solo posible: es urgente. Eso también es salud. Y, sobre todo, eso también es amor.
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