Hablemos de amor: el año escolar terminó y estoy exhausta
"Criar en una familia neurodiversa implica sostener avances que muchas veces no se ven ni se miden, pero que requieren de mucho amor y paciencia", dice la autora de esta columna.

Hace poco más de una semana terminó el año escolar y el cansancio pesa en cada parte de mi cuerpo. Me siento exhausta.
Somos una familia neurodiversa, con niños TEA. Cada día damos todo lo que tenemos: nuestro amor, nuestra paciencia, nuestra esperanza de que cada pequeño avance sea un paso hacia algo más. Pero muchas veces ese esfuerzo choca contra un muro, contra un sistema que no está diseñado para ellos. Hay un desgaste invisible ahí, que duele.
Nos preguntamos muchas veces por qué no alcanza con entregar el 100%. Levantarse de madrugada, calmar llantos, ofrecer alimentos nuevos, insistir en rutinas. Internamente celebramos cuando uno logra comerse una cucharada nueva, tolerar una textura distinta o cuando reciben sus medicamentos un poco más tranquilos. Pero en el colegio esos hitos, que para nosotros son montañas escaladas, pasan desapercibidos, quedan fuera de las listas de “logros académicos”. Y duele.
Sería tan distinto si se entendiera lo valioso que es dar cada uno de esos pasos. Pero este sistema mide con otras reglas —calificaciones, pruebas, estándares— y no hay espacio para lo que en realidad cuesta.
Los estudios muestran que los niños con TEA enfrentan desafíos sensoriales que dificultan su adaptación al entorno escolar tradicional. Aunque tengan capacidad y deseo de aprender, su rendimiento no siempre refleja su verdadero potencial, y el sistema educativo rara vez ajusta sus espacios o prácticas para apoyar estos procesos. Así, progresos fundamentales para su bienestar quedan fuera de toda evaluación.
Quizás lo más doloroso es sentir que nuestros hijos, con todo su esfuerzo, y el nuestro como familias, quedan atrapados en moldes que no les fueron hechos. El sistema pide “resultados”, exige “evolución” bajo parámetros que repiten una y otra vez los mismos valores. Pero para nosotros, cada pequeño gesto —una textura tolerada, un sabor aceptado, un llanto que se calma, una respiración sin angustia— es un mundo ganado.
Y es una frustración infinita ver que esas victorias no cuentan. Que no hay espacio para celebrar lo que importa. Que nuestras luchas cotidianas, invisibles, no tienen categoría en un mundo que solo mira con lentes académicos.
¿Por qué duele? Porque ser parte de una familia neurodiversa significa amar sin descanso, adaptarse sin pausa, mirar miles de pequeños detalles que a otros les pasan inadvertidos. Significa saber, en lo más profundo, que el progreso no es solo leer, escribir y contar. El progreso puede ser ponerse los zapatos, aceptar el roce de la ropa, mantenerse tranquilo cuando algo suena fuerte.
Significa también soñar que algún día el mundo entienda que esas pequeñas victorias también son grandes. Que merecen ser reconocidas; que merecen espacios, tiempo y comprensión.
Y aunque todo duela, seguimos de pie. Porque no hay otra forma. Porque amamos con todo. Aunque no encajemos, seguiremos intentando que nuestro lugar exista. Para ellos. Para nosotras, como madres, padres, como familia.
Hoy el año escolar ya terminó. Llegan las vacaciones como una pausa necesaria, como un respiro después de tanto sostener. Un tiempo para descansar el cuerpo, pero también el alma. Y mientras intentamos recuperar fuerzas, ya asoma, inevitable, el próximo ciclo escolar, con sus desafíos y sus esperanzas.
Ojalá que llegue el día en que el colegio, y la sociedad completa, pueda mirar con otros ojos. Que entienda que no todos progresan igual, que no todos logran lo mismo; que valore lo pequeño, lo cotidiano, lo que cuesta. Que comprenda que, a veces, solo ir al colegio un día más ya es un triunfo.
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