Paula

Hablemos de amor: volver a habitarme lejos de casa

Tras migrar a Italia, Claudia descubrió que lo más difícil no era adaptarse a un nuevo país, sino volver a sentirse en casa dentro de sí misma.

Ilustración: Sofía Valenzuela

Esta inquietud me ha acompañado durante meses: ¿existe un lugar que se sienta como casa? ¿cómo debería sentirse ese lugar? Me he preguntado varias veces si esa sensación de hogar la dejé en Chile. Porque eso ocurre al migrar: definir y ubicar dónde está el hogar se vuelve complejo. Nuestros orígenes y raíces, quedan en otro continente y en otra zona horaria. Y ese sentido de pertenencia que sostenía nuestra identidad se queda lejos.

¿“Casa” es donde están nuestros ancestros, donde se habla nuestro idioma, donde viven nuestros afectos? ¿O es donde estamos ahora: tratando de armar una nueva rutina y nuevos vínculos?

La migración trae como compañera la ambigüedad. Un duelo difícil de resolver, porque lo que se perdió —tu cultura, los abrazos de tu familia, las risas con los amigos de la vida— siguen existiendo, pero a la distancia. No es una pérdida definitiva. Sufrimos por su distancia y otras veces fantaseamos con recuperarlo, con volver en un futuro. Estamos siempre transitando entre dos lugares y quizás eso dificulta más encontrar ese lugar llamado casa, porque esa ambivalencia nos desgasta y deja nuestro corazón dividido, movilizándose entre el anhelo y la desesperanza.

Entonces, todo se tiñe de nostalgia y me pregunto ¿Por qué cuesta tanto volver a sentirme en casa?

Quizás, la pregunta no es dónde está “la casa”. Quizás lo que extraño no es tanto el lugar, sino una versión mía que se sentía sostenida. Y esa parte, quizás, no la perdí al migrar, sino en la acumulación de renuncias y duelos.

Los vínculos de apego se construyen no solo con las personas, sino que también con los lugares donde nos sentimos cómodos y seguros. Yo estoy viviendo en un sitio que nunca quise.

Cuando conocí este pueblo italiano sentí su vacío como propio; se encendió una luz de peligro, de soledad. Con el tiempo, el silencio de sus calles se volvió mi espejo: me mostró mi propia soledad, y el rechazo por lo externo se coló directo a mi espacio íntimo.

No quería seguir sintiéndome así. Sabía que debía intentarlo, por mí y por mis hijos. Empecé con pequeños gestos. Bajé las exigencias domésticas para darme espacio. Me inicié en la acuarela, centrándome en el proceso y no en el resultado. Continué mi terapia. Y cociné cazuelas y sopaipillas, para traer el olor de Chile hasta Italia. La rabia y el desaliento disminuyeron. La rutina empezó a parecerse más a una vida. Pero una voz susurraba: aún no es suficiente.

Finalmente, el hogar es un estado interno, lo que nos da identidad y sentido al alma. ¿Cómo volver a sentir que pertenezco a mi cuerpo? ¿Se puede volver a coser el alma al cuerpo?

¿Cuántas veces una mujer migrante reconstruye una casa emocional para su familia, pero no para sí misma? Nos ubicamos al final de la lista. El propósito es que los hijos estén bien, y frente a cada oleada del duelo, frente a cada humillación, edificamos castillos para contenerlos. Históricamente, hemos asumido ese rol de cuidado, y la migración no hace más que acentuarlo: sin red de apoyo, nos convertimos en el principal pilar emocional. En esa tarea, nuestro propio dolor queda relegado.

¿Cómo compartir esa carga? He aprendido a nombrar lo invisible, a ponerle palabras al dolor. A buscar espacios para mí, aunque sean cortos, para recordarme: "yo también importo“. A pedir ayuda sin culpa, porque la vulnerabilidad no debilita, conecta. Y a conversar en pareja, porque a veces el otro también está desbordado y compartirlo abre un nuevo refugio.

Vuelvo a la pregunta: ¿el alma se puede coser al cuerpo? Creo que sí. Pero no con hilo y aguja, sino con tiempo, palabras y cuidados verdaderos. El alma regresa cuando una se permite llorar sin culpa, escribir sin censura, descansar sin permiso. Cuando encuentra una voz para decir "esto también me duele a mí“. El alma regresa cuando se le hace espacio. Cuando dejamos de ser solo el hogar de otros, para habitar también el nuestro.

¿Y qué es, entonces, “la casa”? Tal vez no sea un lugar físico ni un estado permanente. Tal vez casa sea ese instante en que alguien te escucha sin juzgar, tus hijos te abrazan, tu cuerpo descansa sin culpa, y sientes que con eso basta por hoy. Tal vez no es algo que se encuentra, sino algo que se cultiva, como un fuego que hay que volver a encender.

Quizás, casa es ese lugar dentro de ti. Y puedes volver a armarla cuantas veces sea necesario. Y cuando la sientas lejos, mirarla con compasión y preguntarte: ¿qué le falta para volver a ser esa chimenea encendida en un día de invierno?

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