Enfermera en medio del coronavirus: "Que se nos discrimine por nuestro trabajo es aterrador"

"Vivo en una pequeña ciudad cerca de Temuco y recorro 100 kilómetros todos los días en bus para llegar al hospital donde trabajo hace 10 años. Nunca, en todo este tiempo, había visto a los profesionales médicos con tanta carga emocional.
La llegada del Covid-19 a nuestra región se dio como una trama de película de ciencia ficción. Estuvimos muy pendientes de la situación desde enero, mirando las noticias internacionales, recibiendo capacitaciones online y asistiendo a reuniones presenciales en las que repasábamos el protocolo en caso de que nos tocara enfrentar la crisis, pero siempre lo vimos como algo lejano. Algo que pasaba en otras partes, pero que no iba a llegar acá.
Vivimos la experiencia del Ébola y esa vez la región se preparó, pero nunca llegó. Y en cierto sentido todos esperábamos que esta vez pasara lo mismo, hasta que supimos que en Villarrica apareció un primer caso sospechoso que venía llegando de afuera y que no estaba cumpliendo la cuarentena. Esa fue la primera vez que nos pusimos en estado de alerta. Finalmente, las primeras semanas de marzo, llegó el primer caso a Temuco y, desde entonces, el aumento ha sido exponencial. Actualmente vamos en más de 770 contagiados.
Soy enfermera diurna y trabajo con niños quirúrgicos de alto riesgo. A nivel de conciencia hospitalaria, nos sentíamos preparados: ya sabíamos dónde íbamos a recibir a los pacientes, el piso de aislamiento estaba habilitado y sabíamos quiénes iban a ser los funcionarios que estarían de turno. Ya conocíamos bien el paso a paso, habíamos hecho múltiples simulacros y estábamos seguros. En estricto rigor, las enfermeras de mi unidad no deberían recibir a pacientes Covid-19 positivo, porque trabajamos con niños, pero también sabíamos que de ser necesario tendríamos que apoyar a la primera línea.
Era como si un fantasma que había estado acechando hace tiempo al fin había hecho su primera aparición. Sabíamos que tarde o temprano lo tendríamos que enfrentar. Y que por ser una de las regiones más pobres, con un solo hospital grande y con mayor flujo turístico, nos costaría más.
Me tocó apoyar las primeras dos semanas en el hospital y vi cómo de a poco todos empezamos a decaer. La carga estaba aumentando y, por más que quisiéramos, se estaba haciendo difícil mantener los ánimos altos. Luego se establecieron los turnos éticos y me tocó estar en la casa. Llevo dos semanas con teletrabajo y manteniendo al pie de la letra la distancia social. Pero el otro día, cuando fui a comprar al supermercado del barrio, me tocó vivir una situación que en mi vida imaginé que me tocaría vivir.
Había leído casos de colegas que se habían sentido discriminados en sus comunidades, que no habían podido tomar los ascensores de sus edificios o que les habían pedido que se estacionaran lejos. Había hablado con varios que sentían miedo y que habían percibido una falta de empatía en su entorno, pero no me había tocado vivirlo en carne propia hasta este fin de semana.
Era viernes y quería ir a comprar huevitos de Pascua para mi hijo, pero cuando traté de entrar al supermercado el guardia me preguntó dónde estaba mi mascarilla. Al principio pensé que podría tratarse de una buena medida y que me lo estaba preguntando porque se lo preguntaba a todos, pero miré hacia adentro y no todos la tenían puesta. En esta ciudad, además, aun no es una medida ministerial como sí lo es en Temuco. Y, además, mi decisión de no usar la mascarilla fue tomada de una manera consciente; los que trabajamos en la salud sabemos que la falta de insumos es real.
Yo soy muy precavida y las medidas de distanciamiento social las he seguido al pie de la letra, entonces no entendí de dónde venía ese cuestionamiento. Como enfermeras, vivimos con esa preocupación hacia el resto. Jamás perjudicaríamos a alguien, porque nuestra vocación es, justamente, la de proteger y cuidar. Quién más que nosotras, de hecho, para cuidar a nuestro entorno. Pero lo dejé pasar y le pregunté si era una obligación. Frente a eso no me dijo nada y pude ingresar. Pensé que si me hubieran dicho que se trataba de una medida obligatoria, aunque haya sido por norma social, hubiese vuelto a mi casa y me la hubiese puesto.
Luego, una vez adentro, fui interrumpida varias veces por el personal, quienes me preguntaron si era enfermera, dónde trabajaba y si venía de "la ciudad en la que habían muchos contagiados". No pude terminar de hacer las compras tranquila porque me sentí invadida, y me fui.
Sé que suena menos grave de como lo viví, pero lo que pasa con esto es que se trata de una comunidad que me conoce de siempre y que cuando ha recurrido al personal médico para pedir ayuda nunca se la hemos negado. Somos los que cuidamos a los vecinos, por lo que nunca me hubiese imaginado que ese reconocimiento se daría vuelta a tal punto de llegar a perjudicarnos solo porque trabajamos en salud. Nunca esperé este tipo de tratos o cuestionamientos que solo sirven para incomodar o simplemente generar alerta innecesaria.
Como enfermeras somos parte de la población mejor capacitadas en prevención de infecciones, entonces es extraño cuando ves que ahora existe temor y rechazo hacia nosotras. Es extraño ver que no nos dejen llevar nuestras vidas tranquilamente. No puede ser que porque trabajemos en un lugar donde hay contagiados, seamos un peligro para la sociedad. Eso para mí es un acto discriminatorio.
Y me duele sobre todo porque el equipo médico y de apoyo ha estado con una carga laboral y emocional impresionante. Nosotros jamás hemos discriminado al cuidar, entonces que se nos discrimine o que se nos ponga en duda, es aterrador. Y no quiero ser paranoica, pero esa es la realidad que muchas y muchos estamos viviendo. Puede ser un episodio aislado en un supermercado, ¿pero mañana qué? Cuando tenga que ir a cumplir mi turno ¿me dejarán subirme al bus?
Ayer apareció el primer contagiado en esta ciudad y en las redes sociales no dudaron en apuntar el dedo. Leí comentarios que decían "seguramente es una enfermera". Nosotras elegimos esta profesión por vocación, y muchas soñamos con estar en la primera línea atendiendo y cuidando a los pacientes, entonces no corresponde que se nos falte el respeto así. No tendríamos por qué estar obligadas a salir a dar explicaciones o justificar nuestro trabajo. No tienen por qué ponernos en esa postura.
No hay que estigmatizar, ni en el supermercado ni en las residencias, ni en el local del barrio. Yo puedo entender que estemos todos asustados, pero eso no le da el derecho a la gente a hacernos sentir mal o a sumarle más a la carga emocional que estamos teniendo. A veces no se dimensiona el peso de las acciones y de las palabras, y eso no es justo".
Lisette Jerez (33) es enfermera.
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