Parque Nacional Pan de Azúcar, playa Ballena y Chañaral: la ruta de seis ciclistas haciendo bikepacking, la modalidad que mezcla senderismo y cicloturismo

Así fueron las tres horas de bote y 80 kilómetros de bicicleta y caminata por el desierto que recorrieron los mochileros durante tres días y dos noches.


El mar azul de la caleta Pan de Azúcar, habitualmente desobediente, estaba en calma, como queriendo también echar una mano. Por el contrario, en el muelle, los corazones de los seis ciclistas que comenzábamos a subir nuestras máquinas al “Volando Voy”, el mítico bote del capitán Juan “Poroto” Varas, palpitaban con fuerza. Es que comenzaba una aventura que veníamos planeando con varios meses de anticipación: navegar desde el Parque Nacional hasta Ballena, una virgen playa que se ubica entre los límites de las regiones de Atacama y Antofagasta, una joya de aguas turquesas y arenas blancas que dan un aspecto caribeño a un sector realmente mágico.

Al lugar solo se accede por mar. La posibilidad de llegar por tierra se reduce a un muy buen 4x4, un chofer de muñeca infalible, muchas ganas de caminar o tener un par de burros que puedan sortear los enrevesados senderos que te acercan a la bahía.

Los ciclistas elegimos los vaivenes del océano para luego volver a Chañaral montando nuestras mountainbike totalmente equipadas para la intemperie y los caminos casi inexistentes. Adecuadas, además, para cargar lo básico que permita sobrevivir al estilo y filosofía que se impone en la actualidad entre los ciclistas de turismo: el bikepacking, un mix entre el senderismo y el cicloturismo, donde el equipaje es minimalista para poder ser transportado sobre la propia bicicleta (manillar, tija del sillín, cuadro, etcétera, casi sin necesidad de acoplarle alforjas ni parrillas). Esta ruta, denominada por la expedición: Ballena - Pan de Azúcar, alternó casi todas las opciones que entrega este deporte: pedaleo, caminatas, navegación y mucha mecánica para reparar rápidamente pinchazos (no todos llevaban tubuless) y piezas averiadas por los golpes propios del ciclismo de montaña. ¡Ah!... y litros de bloqueador.

La zona también es conocida por los hombres de mar como parte de las rutas migratorias de las ballenas, pero los cetáceos, lamentablemente, no se aparecieron esta vez, sí chungungos, lobos marinos y algunas graciosas aves marinas. Luego de tres horas de navegación pegaditos a la costa, en un mar que se mostró bastante amable durante todo el trayecto, un gran peñasco conocido como Ballenita, por su similitud a una jorobada expulsando agua, indicó que era el momento de varar el bote para el desembarco.

Todo lo que habíamos escuchado de la playa se quedó corto. Aguas transparentes y olas mansas que se acomodan suavemente a una rada interminable. Ideal para el buceo y la pesca de orilla, todo eso en teoría, pues en el lugar solo habitan pescadores -en sus rucos- que amarran sus embarcaciones al abrigo de una ensenada blanca, casi brillante, producto del guano acumulado por siglos.

Bajar las bicicletas, con cuidado para no mojarlas, ordenar los pertrechos y comenzar a preparar “el rancho”, fueron las primeras tareas de los miembros del grupo de cicloaventura de Chañaral, que ya cuenta con unos 10 miembros activos y la experiencia de conocer numerosas rutas por los lugares más inhóspitos de esta provincia de Atacama.

Una vez armado el campamento, vino el momento de mayor placer del viaje, una exploración en bicicleta que duró un par de horas para luego zambullirnos en esas aguas justo cuando el sol hacía estragos en cuellos, espaldas y piernas. Afinando el ojo, pudimos recolectar una gran cantidad de mariscos que sirvieron para amenizar la cena de esa noche (asado y vino, un lujo, pero que se debe consumir el primer día de ruta), acompañados además de una buena conversa y la luna llena que iluminó el lugar como si fuera de día. Las espaldas agradecieron el colchón de arena de esa noche, pues ayudó a conciliar un sueño placentero y reponedor.

El desayuno se sirvió temprano al segundo día. La idea era comenzar el desarme al amanecer y partir pedaleando de regreso a Pan de Azúcar atravesando el desierto más árido del mundo. Había que ganarle tiempo al sol antes de cruzar, con las bicis al hombro, unos arenales infernales, senderos empinados entre las rocas y ocupar las huellas que solo son transitadas por burros cargados con huiros. Un descuido y tanto rider como bicicleta podrían ir a dar al fondo del mar sin posibilidad alguna de rescate.

Esta parte de la ruta fue realmente dura, no solo por la fuerza utilizada para subir o bajar las bicicletas cargadas por entre los cerros, sino que por la alta complejidad técnica del camino y el consumo casi completo de las reservas de agua. Nadie reclamó o dijo algo preocupante, aunque todos sabíamos que aún quedaban por delante más de 80 kilómetros hasta el destino final.

En cinco horas apenas avanzamos unos 10 kilómetros. La mayor parte de este tramo lo recorrimos arrastrando las bicicletas; sin embargo, cada rincón del camino mostraba bellezas únicas que valían cualquier esfuerzo: acantilados inexpugnables, rocas gigantes esculpidas por el viento, la camanchaca y algunos vestigios del tiempo en que los Changos dominaban estas costas, hoy reemplazados por huireros, que incluso tienen sus establos de burros entre las quebradas para transportar su producción. En una palabra: “alucinante”.

Cerca de las 13.00 horas, los seis ciclistas llegamos a una playa llamada Tigrillo, un merecido chapuzón en una verdadera piscina natural de rocas que ofrece el lugar nos devolvió al alma al cuerpo y la fuerza necesaria para comer unos fideos y seguir la ruta hacia Pampa Blanca, eso sí, sorteando antes una cuesta interminable, el sol de la tarde y la escasez de la más pequeña de las brisas.

Ya a las 18.00 horas arribamos a la entrada de Quebrada Esmeralda, en uno de los momentos más esperados de la jornada. En ese lugar, semanas antes, parte del equipo había enterrado 12 litros de agua, previendo que a esa altura ya no quedaría ninguna gota que beber. Sin duda, uno de los grandes aciertos de la planificación del viaje.

Un poco más de pedaleo y a armar el campamento, esta vez en una pequeña quebrada en plena pampa atacameña. Una fogata, sopa, atunes y su merecido “tacho” de té, fue el menú principal de la segunda noche. La última linterna se apagó a las 22 horas. No había fuerzas para nada más. Ni siquiera para gritarle a los zorros que merodearon el vivac al esconderse la luna o reclamar por los ronquidos de algunos más cansados que otros.

La noche desértica nos trató bien. No hubo neblina ni temperaturas bajo cero (por suerte). El amanecer se presentó con respeto. Ni mucho frío, ni mucha camanchaca. A las 7 humeaban las tazas de café, que se mezclaron con las últimas galletas y barras de cereales. La parte final de la ruta se venía igual de dura y había que alimentarse con lo que quedaba.

La trepada por la quebrada de Pampa Blanca tuvo de todo. Un paisaje espectacular rodeado de “bosques” de cactus, y algunas tímidas flores de colores que han logrado crecer gracias a la garúa matinal. Además del avistamiento de zorros y guanacos en su hábitat natural, mientras crecía el esfuerzo para lograr pedalear en la endemoniada subida de gravilla suelta.

Todo iba bien, el entorno extraordinario del Parque Nacional Pan de Azúcar hacía más agradable el “azote”. Cabe mencionar que este parque es un centro de endemismos notables, como por ejemplo, elementos de la familia de las cactáceas, con más de 18 especies algunas de las cuales forma comunidades casi puras, destacando las Copiapoa grandiflora, Copiapoa columna alba, Copiapoa longistaminea y Copiapoa lauii.

Pero no todo funciona como se programa. Una falla estructural de una de las bicicletas obligó a remolcar con un cordel a uno de los ciclistas por varios kilómetros cuesta arriba, esto sin duda demoró el trayecto, pero fortaleció los lazos de camaradería, apoyo y el viejo dicho: “salimos todos y llegamos todos”.

Con la última gota de agua en las caramagiolas, los ciclistas llegaron a la cumbre del sector Las Lomitas. Ahí la CONAF mantiene unos baños ecológicos y, lo más importante: diversas mallas atrapanieblas permiten la acumulación de agua, pero no cualquiera, se trata de la mejor agua que todos los que participamos de esta aventura, hemos bebido en nuestras vidas: cristalina, fría y sin tratamiento alguno, tal como la tomaban los indios que recorrían estas soledades en otras épocas.

A llenar las cantimploras, mojarse la cabeza y seguir la ruta. La neblina se puso espesa, fue necesario prender luces y afirmar los cascos. No obstante, todo lo que faltaba por delante hasta llegar al camino principal del parque, era bajada, el mayor placer de quienes pedaleamos. Con todo lo que nos quedaba, literalmente volamos sobre la tierra, cruzando por entre quiscos gigantes, bordeando precipicios y usando toda nuestra experiencia para maniobrar por los complicados senderos de la zona.

A las 14.00 horas llegamos a la ruta de bischofita que atraviesa el parque. Quedaban aún 15 kilómetros para alcanzar nuestra meta. Según todo el equipo, fue el tramo más terrible por culpa del viento en contra de la tarde. Pero no importó.

Fue una de las experiencias más extremas que junto a Rodrigo, Michel, Manuel Bryan y Roger hemos vivido arriba de nuestras bicicletas, pero también la más hermosa, reconfortante y placentera de todas. Las empanadas de mariscos y los pescados fritos que comimos en la caleta de Pan de Azúcar para recobrar el habla, solo fue el corolario de una aventura épica en dos ruedas y que continuará en otro cerro, costa o valle de Atacama. Ganas, piernas, convicción y, sobre todo, paisajes… hay para rato en Chañaral.

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