Columna de Ernesto Ottone: Gazapo de conversos

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Mauricio Rojas Mullor.

La disposición al cambio, a reinterpretar los hechos a la luz de nuevas evidencias, no significa carecer de ideas, de convicciones, de valores o de principios. Sin ellos no tendríamos autonomía ni reflexividad, seríamos como una hoja al viento, como parte de un rebaño sin rumbo, o esclavos de conveniencias, apetitos o intereses inmediatos.



Cambiar de opinión es lo propio de una mentalidad abierta, curiosa, atenta no solo a su pensamiento, sino también al de los otros, capaz de someter sus convicciones adquiridas al argumento de sus contradictores y a la prueba de los hechos, dispuesta a eliminar sus prejuicios y a repensar las cosas, a escuchar antes que hablar y a tener preguntas y no solo respuestas.

Me resultan sospechosas aquellas personas que se definen como "de una sola pieza", que se enorgullecen de no haber cambiado nunca de opinión.

Cuando escucho que alguien es alabado por la extrema consecuencia de sus ideas, me baja la duda si ello constituye una virtud o si esconde entre sus pliegues algo de tozudez, fanatismo o limitación.

Se le atribuye a Stalin la frase "si mis ideas no coinciden con la realidad, tanto peor para la realidad".

La disposición al cambio, a reinterpretar los hechos a la luz de nuevas evidencias, no significa carecer de ideas, de convicciones, de valores o de principios. Sin ellos no tendríamos autonomía ni reflexividad, seríamos como una hoja al viento, como parte de un rebaño sin rumbo, o esclavos de conveniencias, apetitos o intereses inmediatos.

Nos asemejaríamos al personaje de Groucho Marx, que en una entrevista laboral le advierte a su eventual empleador: "Ahora, señor, usted debe saber que yo poseo un conjunto de principios intransables, claro que si no le gustan también tengo otros…".

Para convivir en democracia se requieren muchas mentes que combinen apertura y convicciones.

Jamás Chile habría reconquistado la democracia, al menos de manera pacífica y exitosa, sin la valoración de la diversidad y el pluralismo. Sin poner fin a los sectarismos y considerar la democracia como valor permanente aprendiendo de errores pasados nada hubiera sido posible.

En consecuencias, la democracia vive mejor cuando no prevalecen ni el doctrinario porfiado de izquierda o derecha ni tampoco el pragmático frescolín que solo busca acomodarse.

Existe, sin embargo, una tercera categoría, que poco ayuda a la convivencia democrática, la del converso.

El concepto de converso tiene un largo y acontecido recorrido histórico.

En los diccionarios normalmente la voz converso describe un cambio radical, muchas veces abrupto y total, en las creencias de alguien, sean religiosas o ideológicas. Ese cambio se caracteriza por la tendencia a negar como un todo lo que anteriormente se adoró y viceversa.

A diferencia de una mentalidad abierta al cambio, el converso no cambia sus certezas por el ejercicio de la duda sistemática, las cambia por otras certezas, se hace soldado de una nueva verdad absoluta.

La historia nos muestra diversos tipo de conversiones, algunas muy exitosas, a tal punto de cambiar el curso de los acontecimientos históricos.

Un gran ejemplo es la conversión de Saulo de Tarso, que se convertirá en San Pablo. De familia farisea extremadamente observante, de cultura helénica, enemigo feroz de Cristo y sus seguidores, los persiguió con saña hasta que un día, cuando ya Cristo había sido crucificado y los apóstoles andaban algo perdidos, estando a las puertas de Damasco, lo inundó una gran luz y escuchó la voz de Cristo que le preguntaba por qué lo perseguía.

Aunque no se cayó del caballo, como nos lo muestra el Caravaggio en la Basílica de Santa Maria del Popolo, en Roma, porque a caballo no andaba, su vida cambió para siempre después de esa experiencia, no solo fue el gran organizador del cristianismo, sino el que lo abrió a una dimensión cosmopolita. Sin embargo, no le fue fácil ser aceptado por los primeros apóstoles.

Otras conversiones en la historia han obedecido a razones de dominación y guerras, donde el vencedor imponía su religión, se hacían más por la espada que por la palabra. Así sucedió con la expansión del islam en el mundo grecorromano hasta España y, por el otro lado, hasta Persia y parte de Asia en los siglos VII y VIII.

Así sucedió también con los judíos y musulmanes derrotados por los reyes de España en el siglo XV y XVI, y con los pueblos originarios del nuevo mundo.

Fueron conversiones a la fuerza, producto más de la necesidad de supervivencia que de la fe, tuvieron poco que ver con la voluntad de las personas, pero terminaron imponiéndose.

Hubo también conversiones que fueron menos dramáticas, como las del padre de Carlos Marx, un tipo prudente Herschel Marx Levy, que lo hizo para poder ejercer tranquilamente su profesión de abogado en momentos en que en Renania soplaba un cierto aire antisemita, cambió su nombre por el de Heinrich y se hizo luterano, pero muy tibio.

Los totalitarismos laicos del siglo XX provocaron también grandes conversiones ideológicas por seducción de los jefes o por el miedo a la desobediencia en sociedades donde solo cabía una verdad.

<strong>Nuestros conversos locales, sin ninguna necesidad y de manera algo desenvuelta, han mostrado ser como aquellos "cristianos jóvenes" del siglo XVI que para demostrar sinceridad en su nueva fe exageraban la nota, usaban el silicio más doloroso o cargaban la cruz más pesada en la procesión.</strong>

Resulta, por lo tanto, curioso que en Chile en pleno siglo XXI algunas personas se autodenominen por decisión propia y con cierto orgullo como conversos, un concepto que tiene un significado más bien negativo, tanto así que el converso más exitoso, San Pablo, nunca se reconoció como tal, pues consideraba que la aparición que lo hizo cambiar se encontraba de alguna manera ligada a su devoción de siempre por Dios.

Nuestros conversos locales, sin ninguna necesidad y de manera algo desenvuelta, han mostrado ser como aquellos "cristianos jóvenes" del siglo XVI que para demostrar sinceridad en su nueva fe exageraban la nota, usaban el silicio más doloroso o cargaban la cruz más pesada en la procesión. ¡No se fuera a pensar entre sus nuevos cófrades que les quedaba una pizca de sus ideas de antaño!

En ese afán y con demasiada levedad, las emprendieron con el Museo de la Memoria de manera errónea, cometiendo un gazapo gigantesco al considerarlo como un montaje sesgado destinado a dar una versión atontadora de los hechos.

Ello no es así, pero además el papel de ese museo no es el de hacer un recuento de la historia contemporánea de Chile, de la violencia, errores y responsabilidades de unos u otros en el devenir político. Su misión es marcar una huella en la memoria de Chile de los crímenes de lesa humanidad perpetrados por quienes ejercieron el poder en un periodo de tiempo concreto, de manera sistemática, organizada y prolongada.

Su objetivo es mostrar hechos reales que apelen a la razón y la emoción de los chilenos, en particular de las nuevas generaciones, para que ello sea irrepetible.

Nadie le pide a un Museo del Holocausto que explique todos los aspectos de la historia del pueblo judío desde Abraham, ni de la historia política y cultural de Alemania con todos sus claroscuros.

Le pide que marque un momento terrible de la historia de la humanidad.

Fue un error de proporciones, porque tocó algo muy profundo de la reconstrucción del alma de Chile. Por ello, no pudo reducirse a un malentendido y produjo en el país una indignación que fue más allá de los posicionamientos políticos, se había jugado con una marca histórica que constituirá siempre una base de nuestra salud democrática futura. Si bien las palabras se pronunciaron hace unos años, su poderoso eco derribó el montaje del ministro.

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