Culto

Las fiebres del amor a escondidas: un relato de Jaime Bayly

Las relaciones eróticas entre mi exesposa y yo mejoraron después de divorciarnos. Durante los años en que estuvimos casados y tuvimos dos hijas, nos consumía una pasión culposa, atormentada.

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Las relaciones eróticas entre mi exesposa y yo mejoraron después de divorciarnos. Durante los años en que estuvimos casados y tuvimos dos hijas, nos consumía una pasión culposa, atormentada: ella quería olvidar a su exnovio francés, médico cirujano, quien le escribía cartas incendiadas del más impuro deseo, y yo extrañaba tanto a un amante de mi primera, confundida juventud, que a veces, después de rozar mi cuerpo con el de mi esposa, derramaba unas lágrimas, pensando en él.

No era fácil para mi esposa leer las cartas de su exnovio francés porque él le decía que se mataría si no volvían a ser una pareja. Ella me decía que a veces lo echaba de menos y hasta tenía sueños con él, pero no quería verlo más porque era un adicto al sexo, un manipulador, un tipo abusivo. Yo tenía curiosidad por conocerlo. A juzgar por las fotos, era guapo. A juzgar por su mirada, parecía estar loco, o a punto de enloquecer. Aprendí lecciones rudimentarias de francés leyendo las cartas manuscritas que él le enviaba a mi esposa.

Cuando mi esposa se divorció de mí, comprensiblemente fatigada de que yo no pudiera ser siempre un señor honorable, hastiada de que mis dudas y ambigüedades fuesen un mar sin fondo, frustrada porque yo no podía ser suyo y solo suyo, decidió, contrariando mi voluntad, alejarse de mí, porque necesitaba desintoxicarse de mis venenos, y así me lo dijo, llorando los dos. Se fue lejos, muy lejos, a una ciudad a la que yo no quería ir, la ciudad del polvo y la niebla, donde yo había nacido, pero ella no, un caos de ciudad a cinco horas en avión desde la isla tranquila en la que yo vivía. Al marcharse con nuestras hijas, mi esposa se llevó también a los fantasmas que yacían en nuestra cama y nos espiaban cuando nos amábamos: al espectro de su exnovio, el médico francés, poseído por la fiebre de los celos, y a las sombras del amante de mi primera, confundida juventud.

Desde entonces, cuando yo deseaba ver a mis hijas, debía abordar un avión y volar cinco horas al sur. Lo hacía todos los meses. Mi exesposa era una madre admirable y facilitaba aquellos encuentros con mis hijas. Su exnovio, el médico francés, al conocer la noticia de nuestro divorcio, se había aparecido en la ciudad y, con la ceguera del suicida que no podía imaginar el futuro, había tratado de convencerla para mudarse al otro lado del océano, pero mi exesposa ya no estaba enamorada de él. Formalmente divorciada de mí, tampoco me seguía amando, aunque a veces, tras presenciar mis esfuerzos por ser un buen padre a la distancia, me veía con una cierta ternura. Yo aprovechaba esa ternura repentina, surgida de una zona blanda de su corazón, para besarla y, si me dejaba, para amarla. Liberados ambos de la servidumbre de ser esposos, nos entregábamos a los juegos del amor como si estuviésemos cometiendo una falta moral, una transgresión ética, casi un delito, lo que parecía avivar el placer. Tal vez nos entendíamos mejor en la cama porque ya no se escondían entre nosotros las criaturas afantasmadas que antes nos fisgoneaban.

No tardó mi exesposa en enamorarse de otro hombre, un médico, otro más, al que conoció en el gimnasio, hijo de un ministro poderoso que servía en el gobierno de turno. La felicité, le deseé suerte y pensé ojalá que el padre de su novio no sea un bandido más, como los pillos que sirven en esa dictadura. Entonces las cosas cambiaron. Cuando llegaba a visitar a mis hijas todos los meses, mi exesposa procuraba no quedarse a solas conmigo porque temía que yo tratase de besarla y que ella, tal vez por pena o compasión, condescendiese a mis arrestos. Estaba contenta con el médico y todo hacía presagiar que serían una pareja feliz. Sin embargo, no fue así. Caída la dictadura de la que su padre era ministro, el médico se mudó a una ciudad lejana, a nueve horas en avión de la ciudad donde vivía mi exesposa, pues había conseguido trabajo en un hospital de prestigio. No le pidió a mi exesposa que se mudase con él. Decidió alejarse de ella. No obstante, mi exesposa se empeñó en visitarlo con cierta frecuencia. Como no había vuelos directos hasta la ciudad en que vivía su novio, ella hacía escala donde yo vivía y, para descansar de la travesía, y quizás provocarle celos a su novio, se quedaba a dormir en mi casa, la misma casa donde habíamos vivido como esposos. Yo pagaba sus viajes, la buscaba del aeropuerto y la trataba como si, además de ser exesposos, fuésemos ahora buenos amigos. Pero no éramos buenos amigos. Éramos exesposos y, si ella me lo permitía, amantes furtivos, clandestinos. Estando en mi casa, ella dormía en un cuarto separado del mío, pero yo entraba de madrugada con la sed del pirata y la amaba como si la pasión entre nosotros fuese un incendio que no habría de extinguirse. Tiempo después, mi exesposa dejó de visitar a su novio, el doctor, en esa ciudad helada, a orillas de un lago inmenso, de aguas dulces, atravesado por vientos recios, y rompió con él, quizás porque ya no quería forzar esa relación a la distancia que, en cierto modo, me favorecía.

No me sorprendió enterarme de que mi exesposa, recuperada de aquel trance contrariado, se había enamorado de un hombre que vivía cerca de su casa. Más joven que ella, era un deportista consumado: corría maratones, competía en torneos de ciclismo y buceaba en las profundidades del mar. No sería exagerado decir entonces que él y yo éramos radicalmente distintos: yo solo transpiraba en las saunas y los baños de vapor. De pronto, el atleta y mi exesposa viajaban por el mundo buscando aguas propicias para practicar submarinismo. En una de esas aventuras, buceando juntos en arrecifes caribeños, él perdió el conocimiento. Tras someterse a los chequeos de rigor, le dijeron que tenía un tumor en el cerebro. Mi exesposa quedó devastada, pues estaban planeando casarse. La madre del atleta enfermo decidió, marcando a fuego su territorio, que a él no le convenía seguir viendo a mi exesposa, quien abogaba por que su pareja no se sometiera a tratamientos médicos convencionales e hiciera terapias alternativas. Las dos mujeres peleaban a los gritos, diciéndose palabrotas, mientras él agonizaba. La señora, enloquecida, le prohibió a mi exesposa volver a entrar en su casa, donde solo vivían su hijo enfermo y ella. Destruida, mi exesposa se alejó de él, pensando que había perdido al gran amor de su vida.

Le tomó un tiempo largo recuperarse de aquella desgracia. Por lo visto, era una mujer marcada por el infortunio en el amor, una certidumbre que se acentuaba en las raras ocasiones en que me concedía el placer de besarla como su exesposo confianzudo. Trabajando en los hoteles de su familia, conoció a un cocinero llegado de un país lejano y se arrojó a unos amores traviesos con él, comprometidos ambos a no ser una pareja formal, no vivir juntos y no pensar en casarse, y procurando liarse a escondidas, porque, en rigor, ella era su jefa y le pagaba el salario. Tal vez porque se trataba de un amor libre, sin grandes expectativas, duró bastante y alivió a mi exesposa de sus penas y amarguras.

También como parte de su trabajo itinerante de hotel en hotel, mi exesposa contrató a un músico viejo, arrugado y talentoso, veinte años mayor que ella, y le financió la grabación no de uno, sino de dos discos, cuya música ella difundía en los hoteles de su familia, y ambos se acostumbraron a componer juntos las piezas instrumentales y, entre pausas convenientes, amarse a hurtadillas, como almas perdidas, entre las paredes de goma espuma de los estudios musicales, bebiendo vino y fumando tabaco, como si no tuvieran pasado, y como si no hubiera mañana.

Lo que el cocinero y el músico no sabían, no debían saber, es que cada cierto tiempo, de visita en aquella ciudad para ponerme al día con mis hijas, mi exesposa venía a verme al hotel y, sin darnos mayores explicaciones, nos rendíamos a la antigua costumbre de besarnos y acariciarnos, como si la nuestra fuera una pasión que encontraba siempre la manera de seguir viva, afiebrada, en llamas, consumidos ambos por un deseo culposo, atormentado, que parecía situarse a medio camino entre la picardía y la fechoría. Después de confundirnos en las fiebres del amor a escondidas, mi exesposa sonreía cuando yo le preguntaba si era el mejor de sus amantes y me respondía que no, que yo era el peor de todos. Luego se marchaba con una sonrisa.

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