
No volveré al desierto: un relato de Jaime Bayly
Cuando le conté al conserje del hotel en Los Ángeles que manejaríamos tres horas rumbo al desierto, me dirigió una mirada preñada de malos augurios, torció el gesto y dijo: -No vaya al desierto. Es peligroso. Hace demasiado calor. No le hice caso. Yo quería ir al desierto. Llevaba años deseando conocer el desierto de Palm Springs.

Cuando le conté al conserje del hotel en Los Ángeles que manejaríamos tres horas rumbo al desierto, me dirigió una mirada preñada de malos augurios, torció el gesto y dijo:
-No vaya al desierto. Es peligroso. Hace demasiado calor.
No le hice caso. Yo quería ir al desierto. Llevaba años deseando conocer el desierto de Palm Springs. Me hacía ilusión pasar unos días confundido entre los espíritus bohemios, los sanadores de almas, los ricos ensimismados y los hippies con camisas de flores que, como si estuvieran preparándose para morir, residían en ese pueblo ardiente. Tenía la vaga idea de que Palm Springs era el refugio perfecto para quienes querían desaparecer del todo, rodeados de tierras áridas, cactus y coyotes.
-No se exponga al sol -me previno el conserje-. Beba mucha agua. Cuidado con deshidratarse.
Mi esposa y nuestra hija también querían ir al desierto. Como estábamos demasiado cómodos en Los Ángeles, queríamos incomodarnos un poco, dirigiéndonos a Palm Springs. Como veníamos huyendo del verano húmedo de Miami, queríamos sentir el calor seco de California. Nos habían dicho que la canícula del desierto era menos agobiante que el verano quemante de nuestra isla tropical. Estábamos mal informados. Nos dirigíamos, sin saberlo, al infierno mismo.
-Todo lo que sé de Palm Springs -le dije a mi esposa-, es que las grandes celebridades se retiraban allí para llevar una vida más tranquila, lejos de la exposición pública.
Me refería a Frank Sinatra, Elizabeth Taylor, Elvis Presley y Bob Hope, entre otras. Habíamos salido a mediodía de Los Ángeles. Yo conducía una camioneta. Mi esposa, atenta a su celular, me señalaba la ruta. Nuestra hija, los audífonos puestos, escuchaba música. Con suerte, llegaríamos en tres horas. No hubo suerte, sin embargo. De pronto, nos encontramos atascados en la autopista. Centenares de manifestantes habían bloqueado la carretera, protestando contra los abusos del gobierno en perjuicio de los inmigrantes. Vestidos de negro, agitaban pancartas y exhibían banderas mexicanas. El aire se había viciado de gases tóxicos. La aplicación del celular de mi esposa no nos previno de tamaña revuelta. Tuvimos que tomar varios desvíos para escapar del jaleo. Pensé: este gobierno es tan abusivo que solo sirve para provocar el caos. Debido a los disturbios, perdimos hora y media, atrapados en la asonada. Por suerte, nuestra hija dormía en el asiento trasero. Era un mal día para circular por las autopistas de Los Ángeles, pero ella no se enteró, suerte la suya.
-Extraño a nuestra isla en el paraíso -le dije a mi esposa-. Allí nunca hay disturbios.
-Es una estupidez arrestar a los inmigrantes sin papeles -dijo ella-. No son criminales. Si están trabajando, que los dejen en paz.
Lo que debía tomarnos tres horas nos tardó casi cinco. La ruta se hizo larga, espesa, tediosa, en medio de un sol inclemente. Pensé: qué carajos hago acá, metido en este embrollo, cuando podría estar tranquilo en mi casa. Me respondí: todos los males provienen de no saber estarse quieto.
Media hora antes de llegar al hotel en el desierto, observamos maravillados a centenares de molinos de viento, o turbinas de viento, de gran tamaño, plantados en las arenas, agitando sus aspas o sus palas, transformando la energía del viento en electricidad. Era una imagen poderosa y perturbadora: el desierto de millones de años de pronto invadido y colonizado por unas modernas torres que parecían criaturas alienígenas, extraterrestres, unos individuos metálicos, sin rostro, con tres brazos muy largos que daban vueltas sin cesar.
Tan pronto como llegamos al hotel en las alturas de un cerro y bajamos de la camioneta, el golpe del calor fue brutal. Ingenuamente, nos pusimos traje de baño y caminamos a la piscina. Hacía tanto calor, cuarenta y tres grados centígrados, que yo no podía caminar, no podía respirar, no podía hablar. El sol me quemaba la cabeza, me chamuscaba la piel, reducía a cenizas mi precaria sensación de bienestar. Corrimos a la sombra. Eran las cinco de la tarde. Ya no había atención de bebidas ni comidas. No había nadie. Hacía tanto calor que la gente se había muerto, o desmayado, o refugiado bajo el aire acondicionado. Entramos a la piscina y fue un espanto, el agua estaba hirviendo.
-Nos vamos -anuncié-. Esto es el infierno.
Mi mujer y nuestra hija me calmaron. Corrimos como almas en pena hasta entrar en los salones del hotel. Nunca aprecié tanto el aire acondicionado. Nos sentamos en el bar y pedimos bebidas heladas. El alma me volvió al cuerpo. Comprendí que afuera hacía tanto calor que mi alma se incineraba en medio minuto. Entendí que no debía salir del hotel. No imaginé que lo peor estaba por venir. Lo peor, en efecto, me asaltó de noche. Hacía tanto calor, y el aire era tan seco, que no podía respirar. Pasé la noche atormentado, sin conciliar el sueño, duchándome cada hora en agua fría. No podía encender el aire acondicionado porque tenía una alergia incurable a esa brisa pérfida que acababa enfermándome. Elegí entonces agonizar de calor antes que enfermarme. Pensé que Palm Springs era el infierno mismo.
-Nunca más volveré al desierto -me dije, furioso conmigo mismo.
Al día siguiente las chicas bajaron a la piscina y me dijeron por teléfono que ya no hacía tanto calor, que me esperaban para pasar la tarde allí. Abatido, exhausto, diezmado, me dirigí a la piscina como un zombi. El calor había escalado, era aún peor, cuarenta y cinco grados centígrados. Bañado en protector solar, la cara blanca como un fantasma, corrí a la sombra, me eché en una tumbona y, respirando con creciente dificultad, me dispuse a morir allí mismo, en el desierto, mirando las aguas cálidas de una inmensa piscina llena de abejas ahogándose.
Entonces apareció JR. Era el jefe de los camareros de la piscina. Me vio en estado comatoso y se ocupó de salvarme: me trajo jugos helados de fresa con plátano, de mango con tamarindo, de papaya con naranja, de limón con menta y jengibre, y me aconsejó que tomase todo el tiempo aquellas bebidas que me congelaban parcialmente el cerebro y me impedían pensar, lo que, dadas las circunstancias, parecía una ventaja. Mi mujer y nuestra hija se encontraban encantadas. Yo estaba en modo de supervivencia. Cada cierto tiempo me alejaba de la piscina, me perdía entre los cactus y orinaba allí mismo, espantando a las abejas. Nunca en mis sesenta años había sentido tanto calor, a pesar de que he vivido en Miami los últimos treinta. Estoy acostumbrado al calor, pero el de Palm Springs resultaba insoportable.
-Habrá que venir en invierno -me dijo mi esposa, cenando aquella noche en un restaurante que en su día fue la casa de Cary Grant.
-No -le dije-. Yo a este pueblo no volveré.
Pasamos dos noches más en el desierto. Logré dormir gracias a que instalaron humidificadores al pie de mi cama. Me recuperé. Pero las horas al pie de la piscina, en la sombra, leyendo con dificultad, sudando copiosamente, espantando a las abejas, moviendo las sombrillas porque el sol avanzaba insidiosamente sobre mí, me parecieron una auténtica pesadilla. Peor aún, los restaurantes que me recomendó el conserje del hotel eran todos malos o muy malos (en uno de ellos me cobraron ciento noventa dólares por un plato de carne de res). Cada momento en el desierto era una agonía, un sufrimiento. Era como vivir en una sauna gigante, llena de cactus erectos y palmeras altas, flacas, amarillentas. Me encontraba tan aturdido por el calor fogoso y el paisaje urbano sin peatones que le daban a ese pueblo un aire fantasmal, que una noche, rumbo a un restaurante, me pasé un semáforo en rojo y casi chocamos. Nos llevamos un susto.
-Si me quedo una semana en este pueblo, perderé la vida -le dije a mi esposa.
El mejor momento de la imprudente travesía al desierto fue hacer maletas, subir a la camioneta y escapar de ese infierno.
-No volveré al desierto -le dije a mi esposa, manejando de regreso a Los Ángeles.
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