
Mi panorama: ahorrar en La Vega
De La Vega salgo siempre feliz. No tanto porque me llevé palta a tres lucas el kilo, o un apio del porte de un niño a solo mil pesos, sino por lo que allí dejé de gastar.

Comprar no es un panorama. O nunca lo será para mí, un tacaño fervoroso, adicto a la austeridad, capaz de obtener más placer de la plata no gastada que de aquello que acabo de comprar. El mejor plan siempre es aquel que no tiene costo o, en su defecto, el que sea más barato.
Salir a comprar jamás me ha divertido pues el consumo no me libera la misma dopamina que al resto. Al contrario: cuando acerco la tarjeta en el lector, pongo mi clave y presiono el botón verde, lo que se me detona es el cortisol. Luego, una fría sensación de despilfarro y la pregunta de por qué no me quedé ahorrando en mi casa.

Por eso me encanta ir a La Vega. Sus largos pasillos, pero en especial sus inmensos patios, que siempre entregan un precio más barato, son un palacio para mi mezquindad. Más que los colores de la fruta, los olores de la temporada o los sonidos de su gente, lo que me excita son los números en las pizarras, siempre menores que los del almacén de mi barrio, para qué decir del supermercado.
De La Vega salgo siempre feliz. No tanto porque me llevé palta a tres lucas el kilo, o un apio del porte de un niño a solo mil pesos, sino por lo que allí dejé de gastar. Un día podría calcular todo lo que he ahorrado en Arturito, quizá la mejor quesería de Santiago, o en El Bigote, donde la inflación parece no afectar a sus aceites y conservas, y seguro me quedaría corto.

Incluso comer afuera, el peor de los derroches, resulta conveniente en sus cocinerías, históricamente sencillas y calóricas. Desayunar en La Olguita, en La Vega Chica, incluso puede ser más barato que hacerlo en casa: $2.800 sale la paila de huevos, $1.500 el té con leche. Al lado, Donde Tito, un sánguche de gorda, con té o café, solo cuesta $3 mil.
Trato, eso sí, de no pasar por el Café Altura, que hoy luce varias sucursales por Santiago pero que nació acá, hace diez años, y que sería capaz de quitarme, entre sus cremosos lattes, su delicada bollería o el intenso café que tuestan ellos mismos, todo lo que ahorré con su impecable café.
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