Columna de Daniel Matamala: Humanidad

Diputados de Apruebo Dignidad con fotografías de diputados Vicente Atencio y Carlos Lorca, detenidos y asesinados durante la dictadura.


Carlos Lorca era el mayor de cinco hermanos, hijo de una profesora normalista y de un vendedor. Se tituló de médico siquiatra. Le gustaba jugar ajedrez, la música de Serrat y los Beatles. “Había una bondad sobrecogedora en Carlos, una risa como la de los niños, auténtica y verdadera”, recordaría tiempo después su amigo Ennio.

Tenía 30 años y un hijo.

Vicente Atencio provenía de la quebrada Los Chacayes, cerca de Los Andes. Fue pirquinero en el sur, obrero del salitre en el norte, y trabajador de la construcción en Arica. “Un hombre alegre, un hombre consecuente, un hombre humilde”, recordaría tiempo después su sobrina nieta Lenina.

Tenía 47 años y cuatro hijos.

Luis Gastón Lobos nació en Río Bueno y creció en Valdivia, donde estudió en el Instituto Comercial y se tituló de contador. En Pitrufquén se casó y se convirtió en bombero. “Se ponía a cantar, o se iba silbando, y yo le decía “¡pero papá!” y él se moría de la risa. Le gustaba mucho jugar”, recordaría tiempo después su hija Marianela.

Tenía 46 años y cinco hijos.

“Tenía”. El pretérito imperfecto en estos casos es muy imperfecto. Sabemos la edad que tenían Carlos, Vicente y Gastón la última vez que fueron vistos con vida. Pero no sabemos exactamente cuánto sobrevivieron. Cuánto duraron sus tormentos en esas mazmorras del horror donde la palabra “tortura” tenía significados que ni siquiera queremos imaginar. Por eso elegimos el eufemismo sobre la descripción, la palabra fría sobre el detalle horrible. “Apremios ilegítimos”. “Torturas”. “Violaciones de los derechos humanos”.

Carlos, Vicente y Gastón tuvieron vidas disímiles, casi opuestas. Vivieron en distintos puntos del país, en oficios con tan poco en común. Cuando se interesaron por la política, militaron en diferentes partidos. Carlos fue socialista. Vicente, comunista. Gastón, radical.

Sus vidas se cruzaron por vez primera el 11 de marzo de 1973, cuando fueron elegidos diputados. Carlos, por Valdivia. Vicente, por Arica e Iquique. Gastón, por Temuco. Seis meses después, la dictadura cerró el Congreso y la cuenta regresiva de sus vidas comenzó.

Gastón fue el primero en caer. Lo arrestaron dos días después del golpe. Le cortaron el pelo al rape y lo dejaron con arresto domiciliario. El 5 de octubre lo detuvieron de nuevo. “Dijo que nos quedáramos tranquilos, que él ya iba a volver”, recuerda su hija Marcela, entonces de 11 años. “Pasé muchos años esperando que tocara la puerta y que volviera”. Tras seis días de arresto en Temuco, un fiscal firmó el documento que lo dejaba libre por falta de méritos. Pero en vez de liberarlo, lo hicieron desaparecer.

Carlos fue el siguiente. Agentes de la DINA se lo llevaron el 25 de junio de 1975, desde una casa en calle Maule, Santiago, y lo subieron esposado a un Fiat 125 rojo. Fue visto en Villa Grimaldi, antes de que se perdiera su rastro para siempre.

A Vicente, la DINA se lo llevó la mañana del 11 de agosto de 1976. Lo trasladaron a Villa Grimaldi. Su cuerpo apareció por casualidad. En 1990, mientras se excavaba un terreno en el Fundo Las Tórtolas de Colina, que había pertenecido al Ejército hasta 1980, encontraron sus restos y los de otras dos personas en fosas clandestinas.

Hay una tumba con el nombre de Vicente. No las hay con los nombres de Carlos y Gastón.

Este miércoles, la Cámara de Diputadas y Diputados les rindió un homenaje. Se recordaron sus cualidades humanas, su trabajo como parlamentarios y su legado. Mientras ello ocurría, el hemiciclo estaba semivacío. Muchos parlamentarios se ausentaron. Otros, apenas comenzó el homenaje, hicieron un punto político al retirarse, sin ninguna discreción, de la sala.

Han sido días oscuros para Chile. Lejos de ser el hito que permitiera restañar heridas y sellar un compromiso con los valores democráticos y humanistas, estos 50 años nos han retrotraído a un escenario que creíamos ya superado: la justificación del golpe, la relativización del horror, el contexto usado como excusa, como atenuante, como justificación.

El exministro del Interior Víctor Pérez ha llegado a decir que los torturados, los asesinados, los desaparecidos, “fueron víctimas, sí, pero pudieron ser victimarios”.

El “sí, pero…” convertido en discurso político.

Parte de la responsabilidad es del gobierno, que nunca encontró el tono ni la estrategia para este hito. Tres ministros de Culturas y un asesor presidencial pasaron en este año y medio, con eventos que se organizaban y luego se cancelaban, y un presidente que, cual Hamlet, ventilaba dudas existenciales sobre su rol al mando de esta conmemoración.

Al final, el mayor logro fue mínimo: que los cuatro expresidentes, junto al actual mandatario, firmaran una declaración con un par de lugares comunes sobre la democracia. La firma no tuvo solemnidad, ya que no se logró que los expresidentes participaran en el acto del 11 en La Moneda.

Los partidos de derecha ni siquiera accedieron a firmar una declaración en la que ningún demócrata podría identificar un solo punto cuestionable. Primó el miedo a verse “blandos” ante el extremismo de los republicanos. Una derecha secuestrada por el pinochetismo más agresivo obliga a mirar con escepticismo el futuro de la democracia.

Pero lo ocurrido en la Cámara de Diputados demuestra que el problema no es sólo político. Es más profundo: es humano.

Deshumanizar al adversario está en el ABC de las dictaduras genocidas. Lo hicieron los nazis con los untermenschen (subhumanos), y el pinochetismo con los humanoides.

Lo hacían para apagar la humanidad. Esa luz al fondo del corazón, que nos avisa que, sin importar cuáles sean las diferencias entre nosotros, todos somos humanos.

Por eso, un hombre asesinado merece un homenaje. Y un homenaje impone presencia, silencio y respeto.

Empatía por el dolor de sus familiares y amigos, presentes en las tribunas. Recogimiento por quien fue un colega como parlamentario, pero antes que eso, un ser humano que cantaba, que jugaba ajedrez, que apagaba incendios, que reía con sus hijos. Un ser humano que amó y sufrió.

No debemos dejar que esa luz se apague. Porque si perdemos la humanidad, entonces lo habremos perdido todo.

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