Columna de Óscar Contardo: Nuestra pequeña edad de hielo
La cancelación de dos reuniones mundiales -Apec y COP25- ha sido descrita como un fracaso para el prestigio internacional de Chile. También podría ser interpretado como un gesto de franqueza y el fin de un ciclo que comenzó en 1992, cuando quisimos representar en un iceberg capturado de la deriva el deseo de congelar nuestro pasado y presente, eludir las heridas y mirar en dirección contraria a cualquier crítica, esas que anunciaron un malestar que no podía siquiera ser nombrado. Hoy, los noticieros del mundo muestran justamente ese país que no queríamos ser, pero que finalmente somos: subterráneamente rabioso, profundamente insatisfecho, lleno de iras y fracturas.

En 1992 quisimos que el mundo nos viera de un modo distinto. Ya no éramos el país de los militares en las calles, ni el de las protestas reprimidas con violencia, ni el de las mujeres clamando por justicia con el retrato de sus familiares desaparecidos colgando del cuello; menos aún el país de un general amenazante regocijándose con su poder. En 1992 quisimos -quisieron- inventar un nuevo Chile, con un pasado que se clausuraba por agotamiento. Había una generación exhausta y la posibilidad de escapar hacia un futuro inmaculado se abría. La democracia permitía eso, el temor a que los demonios despertaran -un pavor muy real, tan concreto como un boinazo- impulsaron esa carrera.
Ese país de ensueño se estrenó en la Exposición Universal de Sevilla. La participación chilena fue difundida internamente como si se tratara de un desafío, la fantasía de que allá afuera la comunidad internacional nos recibiría como se hace con el hijo pródigo o el pariente maltratado por el destino que por fin retorna al círculo del que nunca debió haber salido. Chile volvía a ocupar su sitio y lo haría llevando un regalo: un iceberg arrastrado desde los mares australes a los calores del verano andaluz. Les llevamos el hielo para que lo conocieran. La ensayista Nelly Richard analizó este gesto en un texto que pormenorizaba sus estrategias y metáforas: la idea del pabellón de madera como un supermercado y el de un gran témpano, como monumento. El país era un conjunto de imágenes publicitarias, postales y suvenires dispuestos en alacenas. La gráfica plana propia de un anuncio de detergente, como señal de modernidad en una mezcolanza escrupulosamente etiquetada descrita por los organizadores como un híbrido entre "la empanada y el cheeseburger". La puesta en escena esquivaba todo espesor histórico, porque hacerlo habría significado acercarse a la herida que no debía siquiera rozarse. "La imagen del frío buscaba contradecir lo más nítidamente posible los viejos estereotipos del desorden y el caos que la mirada europea suele proyectar sobre América Latina", escribió Nelly Richard.
Nosotros, los de esa época, éramos otra cosa. Lo seguimos siendo durante los años siguientes, cuando se acuñaron imágenes sobre nuestro nuevo rol en el mundo: fuimos un tigre, un jaguar, una mansión en un vecindario peligroso; fuimos los nuevos fenicios e, incluso, según un escritor entusiasta, el país número 16 cuando la Unión Europea contaba con 15 miembros. Los tratados de libre comercio se firmaban, las distancias se acortaban con Europa, Estados Unidos y Asia, pero sigilosamente se ensanchaban dentro; las grietas quedaron disimuladas por los promedios. Las advertencias sobre los efectos de la desigualdad eran acalladas con los gestos autoritarios de costumbre: que los disconformes y resentidos cierren la boca, porque no nos interesa su perorata, no sirven a nadie, nada aportan. Ahora resulta que quienes mandaban a callar están sorprendidos. No sabían de los disgustos ni de las frustraciones. Sobre todo quienes jamás subieron a la micro llena de madrugada, los que nunca fueron a parar a la urgencia de un hospital público, los que no tienen parientes con jubilaciones de hambre, ni hijos desempleados pensando cuándo terminarán de pagar la deuda del CAE. Hay miles de familias que viven todo eso a la vez. Esa es su jornada diaria. La respuesta política frente a estos hechos ha sido la negación persistente. Incluso la burla.
Como en ciertos casos de violencia doméstica, lo que ocurría puertas adentro estaba disimulado por la fotografía de perfección familiar que se impostaba públicamente para ventilar los triunfos del más fuerte del clan entre los conocidos del barrio.
La cancelación de dos reuniones mundiales -Apec y COP25- ha sido descrita como un fracaso para el prestigio internacional de Chile. También podría ser interpretado como un gesto de franqueza y el fin de un ciclo que comenzó en 1992, cuando quisimos representar en un iceberg capturado de la deriva el deseo de congelar nuestro pasado y presente, eludir las heridas y mirar en dirección contraria a cualquier crítica, esas que anunciaron un malestar que no podía siquiera ser nombrado. Hoy, los noticieros del mundo muestran justamente ese país que no queríamos ser, pero que finalmente somos: subterráneamente rabioso, profundamente insatisfecho, lleno de iras y fracturas.
Nuestra pequeña edad de hielo ha concluido, vino precedida de una sequía, anunciada por una revuelta, coronada por imágenes de violencia y por cifras de muertos que nos deberían avergonzar. El témpano se ha derretido y necesitamos proponernos crear un monumento nuevo que lo reemplace, algo que convoque incluso nuestras derrotas. Ya no basta con el triunfo vicario de unos pocos como bandera, mientras la gran mayoría sigue a diario una procesión sin alivio, escuchando con insistencia que flotamos en una gloria evidente que muchos no saben disfrutar por resentimiento, tozudez o simple amargura.
COMENTARIOS
Para comentar este artículo debes ser suscriptor.
Lo Último
Lo más leído
2.
4.
Contenido y experiencias todo el año🎁
Promo Día de la MadreDigital + LT Beneficios $3.990/mes por 6 meses SUSCRÍBETE