Cuarentena con estrellas verdes

La crisis del Covid-19 golpeó a los chilenos luego de cinco meses de conflicto social y en un escenario donde ya unas 844 mil personas vivían con depresión. ¿Qué pasa cuando a eso se le agrega inestabilidad económica y aislamiento? Suben las ventas de ansiolíticos y antidepresivos.


Matías pensaba que su vida iba a cambiar después del 23 de marzo. Ese día, con 37 años, firmaría un contrato laboral con una empresa donde estaría a cargo del Departamento de Informática. Había rechazado otras ofertas, porque tenía un plan. Un proyecto que comenzaba ahí. Pero el Covid-19 lo cambió todo. Ese trabajo nuevo nunca llegó. El 31 lo llamaron para avisarle que todos los trámites de ingreso se cancelaban. Y no había certeza de que fueran a integrarlo cuando pasara la pandemia. Tres semanas después, aún mastica lo que pasó. Dice: “Esto me afectó, ahora estoy viviendo con la línea de crédito y un poco de ayuda familiar”.

El golpe no quedó ahí. Ha tenido que pasar la cuarentena solo en su departamento en Las Condes, lejos de su hija de 14 años, que vive con su madre, y sin el contacto de la gente que normalmente lo rodeaba. Todo eso despertó algo en él que ya sentía superado.

Después de dos años, cuando tuvo una depresión, Matías volvió a sentir angustia. “Estar enclaustrado, sin contacto social más allá de WhatsApp y videoconferencia, claro que afecta. Eso y también el hecho de estar en una rutina que se desarrolla en unos pocos metros cuadrados (…). Cuando uno ya tiene una condición de salud mental previa, esto se acentúa. Hay un nivel de estrés y angustia que antes no había”.

Matías, por todo esto, está pensando en aumentar la dosis de antidepresivos que toma. Aunque, por ahora, prefiere evitarlo. Lorena, en cambio, no pudo. A pesar de su trastorno de ansiedad, ella, ingeniera civil de 24 años, había logrado sortear con estabilidad la crisis social de octubre y los meses que la acompañaron. Pero la cuarentena obligatoria y una pelea con su madre fueron el punto de quiebre. Partió con un llanto, pero terminó con taquicardia y un cúmulo de pensamientos negativos de los que no podía desprenderse. Pensó que el encierro podía ser eterno, que las peleas serían todos los días.

Fue ese el momento en que decidió sacar su pastilla de emergencia, la que viene en una caja con estrella verde: Clotiazepam de cinco miligramos, un ansiolítico que hace que le bajen los latidos y le dé una sensación de calma, pero que no le llega de golpe.

“Si es que yo antes me lo tomaba solo una vez por semana, ahora lo estoy tomando cinco veces, principalmente porque las peleas familiares se han acrecentado”, cuenta Lorena. Antes del encierro, no tenía muchos episodios como los que ha tenido ahora. Pasaban incluso meses en que no tomaba sus medicamentos de emergencia y eso la tenía tranquila, solo bastaba con el antidepresivo para mantenerse estable. Hasta ahora.

Lo que Matías y Lorena viven ya lo diagnosticó la subsecretaria de Salud, Paula Daza, en un punto de prensa durante esta semana, cuando explicó que “se ha visto un aumento en el consumo de alcohol, también se ha visto un efecto en la salud mental de las personas: mayor angustia, mayor ansiedad, la sensación de soledad que produce mayores depresiones y también un aumento de la violencia intrafamiliar”.

No es solo una apreciación. Un estudio de la aplicación Yapp, que es una plataforma que compara precios de medicamentos en 3.000 locales de farmacias, analizó las cotizaciones de sus 550 mil usuarios entre febrero y abril. Ahí apareció un dato inesperado: alzas de hasta un 471% en antidepresivos como el Lexapro y 300% en Prozac. También se dispararon las cotizaciones de ansiolíticos como el Clonazepam de 2 mg, con un 128%; el Rize, de 10 mg, con un 113%, y las de la Quetiapina, con un 278%. Y eso, explica Camila Donoso, jefa de Marketing de Yapp y una de las realizadoras del estudio, era extraño: “En Chile tenemos dos fechas en que suben las cotizaciones y ventas de ansiolíticos y antidepresivos: a mediados de diciembre y a principios de marzo. Que veamos que en abril versus el mes anterior haya un aumento en un antidepresivo de más de 400%, es una locura”.

Un Rize, por favor

El aviso de que esto era grave vino varias veces para el doctor Emilio Muñoz. Muchos de los pacientes que había dado de alta comenzaron a regresar a su consulta de la Clínica Las Condes, donde es el jefe de psiquiatría adulto. Lo explica así: de los 50 pacientes que veía semanalmente en su consulta, al menos el 90% ha agravado su condición o requerido de más medicación. Por ello, como muchos otros psiquiatras, ha tenido que flexibilizar sus atenciones contestando llamados diarios, WhatsApp y atendiendo consultas a través de videollamadas. Lo mismo ha ocurrido con el aumento en la medicación de fármacos. Al ser más difícil darles la receta, muchas veces las deja con el conserje de su departamento para que sus pacientes vayan a retirarlas. En su unidad incluso se las han ingeniado para hacer despachos con delivery.

La explicación de este rebrote estaría en lo que hemos vivido los últimos meses: “Chile pasó de una crisis social a una crisis sanitaria prácticamente sin transición, y eso para la mente ha sido muy exigente (…). El país ya venía de una situación de mucha explosión por demanda de salud mental, con una población bastante enferma de trastornos ansiosos y del ánimo y, por ende, de un abuso de los principales ansiolíticos”, afirma Muñoz. Según la Organización Mundial de la Salud, de hecho, antes del estallido en Chile se contabilizaban 844 mil personas que sufrían de depresión y más de un millón que lidiaban con la ansiedad.

Los números arrojan un escenario complejo: muchas personas necesitando de especialistas de salud mental. Y no todos alcanzan a atenderse con uno o a renovar las recetas de sus medicamentos. Por eso que en la Asociación de Farmacias Independientes cuentan que frente a las circunstancias han existido conversaciones con el Instituto de Salud Pública (ISP) para tomar medidas más flexibles en cuanto a la venta de fármacos. “Hemos visto un aumento de personas que llegan con recetas vencidas, otras por celular o derechamente sin nada, preguntando por tranquilizantes o ansiolíticos”, afirma. El acuerdo ha sido actuar “bajo criterio”, lo que quiere decir que en casos muy específicos se venda el fármaco aunque no cuenten con las condiciones requeridas.

Ese es el problema que está teniendo hoy Ignacio (30). Él vive en San Pedro de la Paz y hasta el comienzo de la cuarentena trabajaba freelance para una agencia que hace algunos de los eventos deportivos de la Universidad de Concepción. Sin embargo, al cancelarse esas actividades, quedó sin trabajo. Consume antidepresivos y ansiolíticos diariamente y Quetiapina: un antipsicótico que sirve para dormir. Si bien sus cuadros ansiosos no han aumentado por el encierro, por iniciativa propia quiso reducir sus dosis para hacerlas durar al no poder acceder a una receta. Le cancelaron la última hora que había reservado con su terapeuta y no ha podido contactarse con él.

“Ante la incertidumbre de cuándo me podrán renovar la receta intento tomar solo la media pastilla del Rize en la noche y no la de la mañana. Pero siento los síntomas: me duelen los dientes por apretarlos, muevo mucho los pies al momento de acostarme y se me acelera el pulso al momento de pensar mucho”, dice.

Tomar estas medidas no está exento de riesgos. Si bien los ansiolíticos funcionan como medicamentos secundarios para atacar los síntomas, pero no la causa, no tomarlos o disminuir la dosis indicada no es buena idea. “Hay mucho riesgo, desde síndromes de abstinencia hasta convulsiones al modo de la epilepsia”, explica el doctor Emilio Muñoz.

Distinto es el caso de Paula (25), estudiante de Administración Gastronómica. Con el encierro en un departamento de 85 metros cuadrados que comparte con cuatro personas, los cuadros angustiosos sí han aumentado. Con antidepresivos y una terapia de seis años que tuvo que cortar recientemente por problemas económicos, no ha podido acceder a recetas de ansiolíticos durante esta crisis. Entonces optó por automedicarse. No sólo ella misma, sino también su papá, a quien la situación laboral tiene angustiado: es corredor independiente de propiedades y el virus tiene al rubro parado. El Ravotril, que ahora toma todas las noches y a veces durante el día, se lo consigue por medio de una amiga doctora que la ayuda con las recetas. Cuando las toma, cuenta, siente que logra respirar largo, pausado. Cuando no, viene lo peor. Ahí, dice Paula, siente que se ahoga.

Enemigo apocalíptico

Claudio Martínez, psiquiatra y psicoanalista de la Universidad de Chile, dice que “es un dato empírico que hay medicamentos que ya se han agotado o de los que hay falta de disponibilidad”. Héctor Rojas, presidente de la Asociación de Farmacias Independientes de Chile, reconoce que “ha aumentado (la venta) de los tranquilizantes, porque la gente los conoce más. Los ansiolíticos son más específicos y los recetan los médicos”. El fenómeno, entonces, causa consenso. Pero qué podría explicarlo. Leonor Villacura, psicóloga clínica y directora de la Unidad de Psicología-Daec de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, ofrece su mirada: “El ser humano es esencialmente social y requiere la comunicación, por sobre todo, presencial. El confinamiento y cuarentena por sobre 10 días, según los últimos análisis, muestran consecuencias en la salud mental y calidad de vida, inclusive, después de tres años”.

La noción de que el encierro puede revivir conductas dañinas que pensábamos haber superado fue una que sintió Francisca, profesora de inglés. Con la cuarentena y a sus 43 años, reaparecieron los trastornos alimenticios que había padecido durante la adolescencia. Pero, dice ella, no fue solo el aislamiento. También afectó que, estando divorciada, tuviera que hacerse cargo de sus hijos de 19 y seis años y que, además, la suspensión de clases la obligara a teletrabajar. Y eso la aterra.

Un día que le bajó la ansiedad, para calmarla cocinó un queque que no alcanzó a estar listo antes de que se lo empezara a comer. “No he vomitado por los niños. Si fuera por mí, lo haría, pero no puedo. No puedo volver ahí, porque sería retroceder a quien era a los 18 años”, confiesa.

El panorama general no es muy alentador. Al estar en una situación de estrés constante, no solo por el miedo que significa el contagio, sino que por los efectos que la pandemia pueda tener en la economía, la inexperiencia del teletrabajo o el cuidado de los niños hacen que en personas con condiciones preexistentes los problemas se agraven. El siquiatra y psicoanalista León Cohen desde ya lo advierte:

“La sociedad chilena vive en el hacinamiento y en el abuso, en el cansancio y en la depresión, en la rutina automática y en la comida chatarra. Vino el estallido y aumentaron la esperanza y el miedo, la rabia explícita y destructiva y el anhelo de cambio, hasta que llegó el enemigo apocalíptico, el único capaz de postergar esto. Por ahora el deseo es sobrevivir al virus y al hambre. Esto implicará un cambio que ni la primera línea imaginaba posible”.

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