Nicanor Parra: cuando éramos inmor(t)ales

Es difícil adivinar qué diría Nicanor Parra del estallido social. Su obra de alguna forma lo preveía, pero no estoy seguro que habría sido para él fácil adaptarse a la cantidad de convicción y esperanza y fe que estos tiempos reclaman.


El centenario de Nicanor Parra, el 5 de septiembre del 2014, y su infinita sucesión de ceremonias previas y posteriores parece, con la perspectiva de este incendiario año, la última vez en que los chilenos estuvimos de acuerdo en algo. Universidades, museos, editoriales, senadores, diputados de izquierda y derecha y centro, gobierno (el de Bachelet por entonces), oposición (liderada por Piñera), hippies y yuppies, todos y algunos más estuvimos ese día de septiembre recitando al unísono El hombre imaginario, un poema desesperado cuya gracia reside en olvidar el adjetivo imaginario detrás de la palabra dolor.

Y en las noches de luna imaginaria

sueña con la mujer imaginaria

que le brindó su amor imaginario

vuelve a sentir ese mismo dolor

ese mismo placer imaginario

y vuelve a palpitar

el corazón del hombre imaginario

Un poema que Nicanor escribió en la cima de la desesperación, cuando un amor elusivo se fue de su lado sin casi aviso. Un amor que terminará por cometer el suicidio que el antipoeta no cometió, quizás porque encontró en esos versos una solución plausible. Un poema, entonces, de abandono y angustia extrema escrito con aparente claridad, con engañosa simplicidad, como si se tratara de una canción de niños que miles y miles de niños del país leyeron al unísono ese mes de septiembre de 2014: quizás el momento cúlmine de esa década que convirtió al siempre inclasificable, al siempre demasiado inteligente (inteligentonto, como decía su madre) Nicanor Parra de un antipoeta para poetas en un rockstar. Una ceremonia, el aniversario, que vino a ser una suerte de despedida con una historia común en que nos reconocimos como país: la leyenda negra y blanca, azul y rojo sangre de los Parra.

Antes de que el Premio Cervantes de 2011 confirmara a nivel hispanoamericano su gloria, Parra era cualquier cosa menos un poeta consensual. La crítica y el público aplaudieron Poemas y antipoemas de 1954, pero no dejaron de ser esta mezcla de historias absurdas, profecías desesperadas y nostalgias de provincia, una revolución ante la cual no quedaba otra que tomar posiciones. En Versos de salón de 1962 empezaron los problemas. El cura Salvatierra, un capuchino con ínfula de crítico literario, no dudó en calificar esos versos de un "tarro de basura". Algunos críticos sin sotana lo siguieron en sus arcadas y abominaciones. Neruda, que había sido amigo y en cierta medida cómplice de Parra hasta entonces empezó a ver con malos ojos al antipoeta que buscaba deshacerse de la poesía de las vacas sagradas (Neruda) y de los toros furiosos (Pablo de Rokha).

Como quizás la mayor parte de los chilenos celebramos su centenario, Nicanor Parra no fue un héroe de la revolución ni un aprovechador de ningún régimen político, criticando a todos, de diestra a siniestra, usando para ellos siempre máscara y antifaz. Como el chileno medio que nunca fue del todo, pero del que gustaba a veces disfrazarse, votó por Allende y no lamentó del todo el golpe de Estado que pensó le devolvería un orden que ya no existía. Se refugió en el ecologismo para de alguna forma plantear su independencia ante los dos campos en conflicto en la Guerra Fría, adivinando mucho antes que cualquier Greta dónde estaría el escenario del próximo conflicto mundial.

En un mundo de grandes discursos y definiciones definitivas, Nicanor Parra, que cantaba al individuo y su absurdo en 1954, siempre fue una conciencia incómoda, la del bufón que le dice al rey que está desnudo. Jugó siempre con esa incomodidad desde su propia trinchera, que fue siempre la del humor sangriento, inesperado, gentil y salvaje. Siempre dispuesto a liquidar la poesía o a colgar de una soga a todos los presidente de Chile juntos, como lo hizo en el subsuelo de La Moneda en 2006. De alguna manera tanto Parra como Chile parecen haberse preparado para un encuentro largamente pospuesto. A los 90 años, Parra no dejó de fingir que creía en ninguna redención, en ninguna revolución que no sea la suya, la antipoética, que no consistía en otra que en bajar del estrado a cualquiera que se tomara demasiado tiempo la palabra. Chile, su revolución socialista seguida de su revolución neoliberal, compartió para su bicentenario esa fe en la fragilidad de toda suerte de fe. Pero más importante, logró hacerlo con ese tono de payaso y profeta, de juego imprudente pero sabio que era el de Nicanor Parra.

Para su cumpleaños número 100, pareciera que eso quisimos regalarle al antipoeta, la impresión de que como país habíamos asumido nuestras contradicciones sin necesidad de escupírnoslas a la cara todo el tiempo. Así, Nicanor fue la cueca explicando a Marcel Duchamp, la Violeta resucitando a los veteranos de la Guerra del Pacífico, la muerte como una puta caliente y Shakespeare hablando el lenguaje de los mochileros de la playa de Las Cruces. El poeta que había entendido por nosotros que la verdadera seriedad es cómica, que viene a ser lo mismo que decir que la verdadera comicidad es seria, porque el humor es una forma más completa y compleja de comprender una realidad que pocas veces obedece nuestras órdenes más rígidas ni nuestras consignas más certeras.

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Nicanor Parra (antipoeta).[/caption]

Su muerte, en enero de 2018, fue quizás el cierre de ese eterno centenario en que los chilenos nos reconocimos en Nicanor Parra. Un centenario donde descubrimos que Parra nos había inventado como país en libros. Cubierto de la cortina que su madre Clara Sandoval hizo de retazos de géneros de distinta procedencia, su ataúd fue enterrado en la tierra desnuda de la costa chilena con la Presidenta Bachelet palmeando cuecas en un entierro sin discursos que quizás hablaba de hasta qué punto nos parecía a todos sorprendente que ese señor de 103 años muriera tan joven. Moría con él un testigo de nuestras gloriosas infamias, que pensaba a golpe de chistes y escribía versos que eran también ecuaciones de física cuántica. Moría el que más allá de Einstein era capaz de sintetizar nuestra propia teoría de la relatividad chilensis.

Después de eso nada fue igual. Es difícil adivinar qué diría Nicanor Parra del estallido social. Su obra de alguna forma lo preveía, pero no estoy seguro que habría sido para él fácil adaptarse a la cantidad de convicción y esperanza y fe que estos tiempos reclaman. "Creer es creer en Dios", respondía en 1972 a los que le preguntaba si creía en la vía armada. Si había que esforzarse en creer era mejor usar esa fuerza en creer en Dios.

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Nicanor Parra (antipoeta)[/caption]

¿Pero creer en la revolución, la contrarrevolución, las reformas y las contrarreformas que reclaman los entusiasmos de una época o la otra? "A otro Parra con este hueso", le escucho desde una lejanía no tan lejana decir.

Como advertencia a todos los que nos esforzamos en pensar que cambió para siempre, queda el Cristo de Elqui, el energúmeno de los Versos de salón, el inconcluso Hamlet, la Violeta esperándonos Un domingo en el cielo, Roberto y los otros hermanos Parra y sus guitarras de jazz prostibulario y de cueca infartantes. Queda de Nicanor y su tribu, ahora celestial, la idea de un país tan terrible como el de hoy que podía darse el lujo de cantarse y contradecirse, de negarse y construirse al mismo tiempo. Una canción, como la que Nicanor le pedía a la Violeta:

........................ una canción

Es lo que pido.

Qué te cuesta mujer árbol florido

Álzate en cuerpo y alma del sepulcro

Y haz estallar las piedras con tu voz

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