
El Leviatán y los bienes comunes naturales
Una alternativa plausible a ojos de Ostrom se basaría en un sistema de “gobernanza policéntrica”, que reconozca que no existe una regla única que nos permita enfrentar la tragedia de los comunes de manera exitosa, y que permite que distintos mecanismos institucionales coexistan en paralelo, diversificado así el riesgo de una falla sistémica.

En 1960 la revista Science publicó un artículo de Garret Hardin titulado ‘La tragedia de los comunes’. Hardin sugirió que toda vez que las personas se asocian libre y voluntariamente para gestionar recursos comunes, estas se ven indefectiblemente destinadas al fracaso. Su análisis ha venido a representar la opinión de quienes estiman que la degradación del medioambiente es una consecuencia inevitable de la apropiabilidad de los bienes naturales comunes. En palabras de Hardin, “la ruina es el destino hacia el cual todos los hombres se precipitan, persiguiendo cada uno su propio interés en una sociedad que cree en la libertad de los bienes comunes”. Dado este escenario, Hardin estimó que no quedaba más alternativa que confiar en la fuerza del Estado: “si debe evitarse la ruina en un mundo sobrepoblado, la gente debe ser sensible a una fuerza coercitiva fuera de sus psiques individuales, a un Leviatán, para usar el término de Hobbes”.
Ciertamente, el mundo de Garret Hardin y el nuestro son muy distintos. Desde entonces, nuestro modo de pensar sobre los problemas asociados al manejo de recursos de propiedad común ha cambiado sustancialmente. Con todo, el pensamiento de Hardin sigue ejerciendo una influencia profunda, aunque tácita, en la discusión pública. Basta analizar las normas recientemente aprobadas por el pleno de la Convención Constitucional respecto de nuestros recursos naturales. Se trata de cinco nuevos artículos que se incorporan al borrador de la nueva Constitución y que definen la naturaleza y el régimen de protección aplicable a los bienes comunes naturales. Entre ellos, el agua y el aire se definen como inapropiables, y se confía al Estado la regulación de su uso y goce.
La propuesta de la Convención, sea que esté inspirada en Hardin o no, es altamente cuestionable. Dicha solución entrega al Estado central la custodia de dichos bienes y deja espacios reducidos (e inciertos) para que la sociedad civil colabore en la administración y gobierno de los bienes comunes naturales. De este modo, la Convención se entrampa en una solución que estuvo en boga en los años sesenta, pero altamente cuestionada por la investigación social contemporánea. Es en gran medida a Elinor Ostrom, primera mujer el recibir el premio Nobel de economía, a quien le debemos el habernos mostrado las falencias del tipo de soluciones que pueden emanar del texto constitucional, así como el haber documentado exhaustivamente una gran variedad de caminos alternativos ante este dilema.
Respecto de las falencias detectadas por Ostrom, estas aplican por igual a las soluciones centralizadoras como a aquellas que apelan a la privatización como la mejor forma de resolver los desafíos que plantea el manejo de recursos de propiedad común. En palabras de la propia Ostrom, “tanto los centralizadores como los privatizadores defienden con frecuencia instituciones idealizadas”, es decir, instituciones abstractas que ignoran la gran variedad de soluciones institucionales posibles. Las enseñanzas que podemos extraer del trabajo de Ostrom son numerosas, pero hay una que es de especial relevancia para el debate constitucional chileno: el manejo de recursos comunes es un problema complejo, que demanda respuestas a la altura de dicha complejidad.
Una alternativa plausible a ojos de Ostrom se basaría en un sistema de “gobernanza policéntrica”, que reconozca que no existe una regla única que nos permita enfrentar la tragedia de los comunes de manera exitosa, y que permite que distintos mecanismos institucionales coexistan en paralelo, diversificado así el riesgo de una falla sistémica. Si bien dicho orden institucional no debe ser necesariamente regulado en detalle en la Constitución, lo que ha aprobado el pleno de la Convención parece reducir significativamente la variedad de formas que dicha institucionalidad pueda tomar en el futuro.
Así, la alternativa del Leviatán como la mejor solución a problemas medioambientales no es solo ciega a las lecciones recientes de las ciencias sociales, sino que, sobre todo, es ciega ante la dimensión y complejidad del problema de fondo. Esta misma ceguera puede quizás ayudarnos a entender cómo es posible que las normas recientemente aprobadas por el pleno de la Convención entren en directa tensión con el espíritu descentralizador y regionalista que supuestamente anima a algunos de sus miembros.
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