La memoria perdida

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Esta temporada se aleja de las dos anteriores. Pizzolatto está buscando otras cosas, tal vez. Los juegos temporales y el tono de buddy movie que Hays tiene con Roland West (Stephen Dorff), lo mismo que las citas a Lovecraft y los suyos (la meseta de Leng) siguen ahí pero se trata acá de algo distinto. No sabemos qué es real y qué no lo es.


Tal vez lo mejor de la tercera temporada de "True detective" es el hecho de que casi todo lo que vemos sucede como el flujo de conciencia de Wayne Hays (Mahershala Ali), un ex policía anciano y enfermo. Veterano de Vietnam y viudo, está a solas con el caso que lo marcó para siempre. En él, dos hermanos se perdieron una noche en un pueblo cerca de las montañas. El chico apareció muerto (en una cueva, con las manos unidas como si rezase, al modo de un ángel) y la chica se esfumó en el aire. Eso pasó el 80. El 90 las huellas de la niña aparecieron en un supermercado. Eso fue todo o casi todo. El resto (las pistas, los posibles sospechosos, el mapa del crimen, los otros muertos) salta de un tiempo a otro, desplegando las piezas de un puzzle donde la cabeza del detective es un laberinto y su memoria una trampa.

Para quienes seguimos "True detective" en HBO desde hace años, ninguno de estos juegos supone una novedad. Nick Pizzolatto siempre ha escrito la serie así. La primera temporada era un puzzle perfecto que se volvía ominoso y terrible gracias a sus referencias veladas a la literatura de horror cósmico; y la segunda era una pesadilla interminable sobre héroes quebrados, carreteras que no conducían a ninguna parte y bares que parecían existir fuera del tiempo. Ambas, por supuesto coqueteaban con la tradición del policial para intervenirla. Aquella angustia de la influencia definía la ambición de su autor. Las sombras de Lovecraft y Robert Chambers convivían con las John Connolly, James Ellroy y el noir de Los Angeles; que la serie discutía como si rindiese examen, en su intento por abordar la tradición a la que pertenecía; todo con el viejo David Lynch como un demonio tutelar porque quizás Pizzolatto compartía con él la ambición de releer a sus maestros. Si el cadáver de Laura Palmer en "Twin Peaks" era una cita a un diorama de Marcel Duchamp; los personajes de "True detective" (con el Rusty Cohle de Matthew McConaughey y el Ray Velcoro de Colin Farrell a la cabeza) cargaban en sus hombros con todo el peso del género, en el que se movían como si avanzasen a oscuras, redefiniéndolo.

Esta temporada se aleja de las dos anteriores. Pizzolatto está buscando otras cosas, tal vez. Los juegos temporales y el tono de buddy movie que Hays tiene con Roland West (Stephen Dorff), lo mismo que las citas a Lovecraft y los suyos (la meseta de Leng) siguen ahí pero se trata acá de algo distinto. No sabemos qué es real y qué no lo es. Hecho de narraciones que se interrumpen con otras narraciones para corregirse de modo interminable, los recuerdos de Hays se contraponen con el libro que su esposa Amelia escribió del caso y con un documental televisivo que están filmando en el presente. En todos estos momentos, Ali interpreta a Hays como un cazador silencioso, contenido, consciente de que la violencia, el miedo y la rabia siguen ahí dentro suyo porque son el corazón oscuro de la permanente puesta en abismo en la que se ha transformado su mirada. Todo se junta ahí, en su rostro arrasado: los pedazos de eso que parece ser la verdad, los caminos truncos de la investigación, los detalles pasados por alto, la sombra de lo que ya fue y no se puede recuperar porque el olvido es irremontable. Esa colección de recuerdos rotos a veces linda con la alucinación. Al viejo policía lo acecha un auto negro estacionado en la calle y los espectros de todos sus muertos lo rodean en la oscuridad como si fuese un coro mudo, incapaz de decirle nada.

De este modo, aunque la serie aún no termina y sabemos que todo se puede echar a perder después; el show está valiendo la pena. Sobre todo porque el ajuste de cuentas del policía con sus propios recuerdos (y su decisión de resolver el enigma) solo es una excusa para devolverlo a esa familia que ya no está: el comienzo del caso corresponde al romance fulminante que tuvo con su esposa, profesora del colegio donde iban los niños desaparecidos; la reapertura (una década después) a una crisis marital; y el presente a la constatación de su ausencia donde Hays -que además es disléxico- lee el libro de Amelia y se reencuentra con su voz y sus palabras. Pizzolatto hace que todo exista ahí a la vez. De hecho, en el último episodio exhibido (el 5) Hays se mira a sí mismo a través del tiempo. Su casa se vuelve un laberinto circular y él vaga por ella como si atravesara los cuartos clausurados de su memoria solo para encontrarse con su propia mirada rota, que es acaso la de otro fantasma. Dirigido por el mismo Pizzolatto, hay algo agónico en el episodio, al describir el gesto del detective que busca el entendimiento, y con eso algo parecido al perdón o la verdad. De nuevo, como siempre, las claves están la literatura, en los dos poemas de Robert Penn Warren que Amelia lee y comenta con sus estudiantes en clases. "Cuéntame una historia. Fabrícala con grandes distancias; con la luz de las estrellas. El nombre de la historia será Tiempo, pero no debes pronunciar su nombre", dice uno. "Allá los vemos: en nuestra imaginación. ¿Qué es el amor? Nuestro nombre para él es conocimiento", dice el otro.

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