Opinión

El desamparo y la compañía

Renato Poblete

Los hallazgos de la investigación sobre las conductas del ex capellán del Hogar de Cristo están terminando de demoler lo que pudiera quedar de confianza. Para muchos, entre los que me anoto, pasada la sorpresa, la incredulidad, rabia, vergüenza, todo eso que en el informe leído por el provincial Cristián del Campo aparece con dolorosa transparencia, lo que queda, lo que está decantando, es una sensación profunda de desamparo. Esa era, por lo demás, la angustiada expresión del jesuita mientras entregaba su pavoroso relato: un hombre desamparado.

Y, creo, es lo que experimentan hoy sus hermanos en la Compañía de Jesús y tantos otros que también confiaron.

Eso es: desamparo, intemperie, y aunque a estas alturas suene brutal, orfandad.

Están las víctimas directas, por cierto, cuyo dolor y aislamiento se ha extendido por décadas de angustia. A ellas todo el apoyo, solidaridad y la necesaria justicia. Pero hay que decirlo, existen otras víctimas sobre las cuales se habla poco, probablemente nunca serán reparados, ni siquiera reconocidos. Son los muchos que confiaron, creyeron, imaginaron un guía o maestro, y hoy contemplan desolados los despojos de esa fe. Está su comunidad, sus hermanos, su Compañía. Está un país entero que lo reconoció hasta el extremo de los monumentos. Están los muchos que ayudaron, se sacrificaron, acogieron. Todas víctimas de una fe defraudada. O peor aún, inevitablemente sospechosos de negligencia o encubrimiento.

Lo más triste es que todo ya no parece tan extraordinario. ¿Es que esto somos en realidad? ¿Nuestra verdadera identidad es esta corrupción, estos oscuros subterráneos? ¿Somos un mundo de encubridores, proxenetas y pedófilos? Quisiera creer que no.

Sabemos que país ha cambiado. Las condiciones materiales, el ingreso, son incomparablemente mejores. Pero convengamos, algo se ha perdido en el camino. Este no es el Chile de nuestros esforzados padres, del Cardenal Silva Henríquez, de Arturo Prat, nuestros todavía héroes, los que nos empeñamos en salvar del naufragio, en quienes obstinadamente seguimos confiando. Porque, bueno, ¿cómo podríamos seguir viviendo sin fe absolutamente en nada?

La confianza es el opuesto al miedo, la agresión o la guerra. Las comunidades necesitan un mínimo de confianza; más exactamente, la confianza es el fundamento de la vida en comunidad. Si se traspasa ese límite, la sociedad se desintegra.

Ahora cae una persona antes venerada, pero también se nos derrumban las instituciones, las creencias. Todo eso que, está comprobado, necesitan las naciones para desarrollarse, para mantener la paz, para albergar personas felices. En la misma semana en que conocimos el horror del capellán, reaparecen las bombas anónimas y asesinas. Puro sincronismo, diría Jung. Y no tenemos respuestas, ni para el derrumbe ni para las bombas. Una mala semana, en que pareciera que es el miedo lo único que florece.

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