
Gaza y el espejo del Líbano

Es natural celebrar el fin de las hostilidades entre Hamás e Israel. Las familias de los rehenes comienzan a reencontrarse con sus seres queridos —o con sus restos—, y los habitantes de Gaza pueden al menos empezar a imaginar la reconstrucción. Desde Washington, ya se esboza algo como un “Plan Marshall” para la franja: reconstrucción, ayuda humanitaria y promesas de un nuevo comienzo.
Pero esta paz no equivale al 1945 de Oriente Medio. A diferencia de la Alemania derrotada, aquí no hubo rendición, ni siquiera presencia formal de las partes en la ceremonia de Sharm el-Sheikh. Hamás no ha sido desmantelado; al contrario, parece convencido de que el precio del ataque del 7 de octubre valió la pena. El masacre de israelíes, y la guerra que desató posteriormente, fracturó la legitimidad de Israel en buena parte de Occidente y movilizó a simpatizantes en gobiernos progresistas y en las calles europeas.
Hablar de una “deshamasificación” suena imposible, pero sin la desnazificación hubiera sido imposible lograr una paz duradera en Alemania. Ni siquiera está claro que el grupo vaya a entregar las armas, una de las principales condiciones del acuerdo. Mientras tanto, en Gaza se multiplican los enfrentamientos entre combatientes uniformados de Hamás y clanes rivales, cada uno disputando un pedazo del poder. Difícilmente un terreno fértil para la democracia.
La comparación histórica más útil no es con Europa en 1945, sino con el Líbano en 1982. Entonces, como ahora, Estados Unidos presionó a Israel para detener su ofensiva y permitió que los líderes de la OLP escaparan de Beirut, reorganizándose en Túnez. Pasaría una década antes de que Yasser Arafat aceptara negociar – solamente porque sus patrocinadores históricos en la URSS ya no existían – y aun así nunca llegó a dar el paso final hacia la paz, como recordaría Bill Clinton en sus memorias.
El detonante del último giro diplomático fue el ataque israelí contra dirigentes de Hamás en Catar —un aliado de Irán, pero también socio comercial de la familia Trump, cuyo patriarca aún sueña con ganarse un Nobel de la Paz. La respuesta fue predecible: una vez más, un presidente republicano (como Eisenhower en 1956, Nixon en 1973 y Reagan en 1982) ha frenado a Israel antes de que este lograra asegurar su seguridad.
La historia sugiere que Hamás regresará, quizá más fuerte, o al menos con más apoyo internacional. Y las preguntas se acumulan: ¿qué compromisos concretos asumieron los países reunidos en Egipto? ¿Quién financiará la reconstrucción? ¿Quién gobernará Gaza? Y¿quién gobernará Israel, donde el público exige el fin del mandato de Netanyahu, un líder debilitado por sus intentos de subvertir el poder judicial y por las acusaciones de corrupción?
Todo esto se inscribe en una lógica regional más amplia. El conflicto real no es entre Israel con los palestinos, sino entre Irán y sus adversarios árabes. Por ahora, Teherán ha perdido: sus planes nucleares en ruinas, y su red de aliados —Hamás, Hezbolá y el régimen sirio—fragmentada. Arabia Saudita, el rival más rico y poderoso, entiende que Israel vale más como socio estratégico que como enemigo. El nuevo arreglo, impulsado por Washington, apunta menos hacia la paz y más a consolidar ese eje antiiraní. Sin embargo, el precedente del Líbano en 1982 recuerda lo que ocurre cuando las guerras se suspenden sin resolverse: los actores se reagrupan, las causas persisten y las treguas, al final, solo posponen la próxima guerra.
Por Robert Funk, Instituto de Asuntos Públicos, Universidad de Chile.
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