Por Natalia PiergentiliLa segunda vuelta de un sistema político agotado

Hay elecciones que no solo definen un gobierno: marcan la necesidad de dar cierre a un ciclo político. La segunda vuelta que enfrentaremos tiene esa característica. No por la identidad de los candidatos ni por la tensión entre sus programas, sino porque desnuda un proceso más largo y profundo: la dificultad creciente del sistema institucional para construir mayorías estables, leer a la ciudadanía y ofrecer un rumbo compartido.
Desde 2010, cuando Sebastián Piñera asumió tras la primera derrota presidencial de la Concertación—un hito que evidenció las fracturas internas del progresismo y el fin de su condición de mayoría natural— Chile inició un ciclo que fue debilitando la capacidad de coordinación de sus fuerzas tradicionales. Primero vino la dispersión del campo progresista; luego, la transición hacia un sistema electoral más proporcional, que multiplicó actores, redujo la disciplina interna y transformó la gobernabilidad en un ejercicio de transacciones transitorias. La base de las coaliciones dio paso a alianzas que funcionaban mejor como pactos electorales que como proyectos políticos.
El estallido social de 2019 tensionó aún más esa falta de cohesión. No cambió al país, pero sí cambió las expectativas sobre lo que la política debía resolver. La ciudadanía pidió respuestas rápidas, coherentes y creíbles; la dirigencia respondió con promesas maximalistas, diagnósticos dispares y una cadena de procesos que, lejos de ordenar, profundizaron la fragmentación. El resultado fue un desgaste acelerado de las instituciones y una pérdida casi total de confianza en los partidos.
En ese contexto, el gobierno de Gabriel Boric enfrentó una tarea paradójica: llegó con un mandato simbólico potente, pero en un cuadro parlamentario adverso y con una coalición sin anclaje común. No había espacio para reformas ambiciosas ni margen para administrar expectativas desbordadas. La política se movió por estallidos de agenda, no por una hoja de ruta capaz de unir a un progresismo que nunca se logró recomponer.
Esa trayectoria ayuda a entender por qué llegamos a esta elección con un clima polarizado, con bloques tensionados internamente —tanto en el progresismo como en la derecha donde conviven fricciones entre el resguardo de su tradición y la necesidad de adaptar sus principios a las exigencias democráticas contemporáneas— mientras, la ciudadanía mira con escepticismo la oferta electoral. Asi las cosas, esto no es solo una disputa entre dos proyectos, es la expresión de un país que perdió su capacidad de articulación política y que enfrenta esta definición presidencial con prioridades nítidas, pero sin claridad sobre el cómo, el cuándo y el con quién para llevarlas adelante.
Lo que se juega este domingo no es únicamente quién gobierna, sino qué capacidad tendrá Chile para reconstruir un piso mínimo de gobernabilidad. El próximo gobierno —cualquiera sea su signo— deberá lidiar con un Parlamento de aritmética frágil, con una ciudadanía fatigada y con un entramado institucional que lleva demasiado tiempo improvisando. La pregunta ya no es solo programática, sino estructural: ¿cómo rehacer un campo político que volvió muy difícil acordar y demasiado fácil fragmentarse?
Chile no está ante una alternativa ideológica convencional, sino ante la necesidad urgente de volver a articular mayorías y recuperar un sentido compartido de propósito. Esa tarea excede a los candidatos y a sus comandos. Es un desafío para el conjunto de la sociedad: partidos, élites, regiones, academia y ciudadanía. No se resolverá en una noche electoral, pero esta elección marcará el punto desde donde se empieza —o no— a reconstruir.
Este domingo se elegirá un(a) presidente(a). Y, más allá del resultado, quedará instalada la pregunta de si la política será capaz de leer este momento con la lucidez que el país exige.
Por Natalia Piergentili, director de asuntos públicos de Feedback.
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