Chilena varada en Perú: "Incluso en una pandemia, el abuso sigue siendo la norma"

"El 14 de marzo nos fuimos de vacaciones a Máncora, Perú, con mi familia. Éramos un grupo de 12 –entre los que estaban mi marido, mi hijo, mis hermanos y sus hijos– y la idea era que pasáramos una semana todos juntos para celebrar el cumpleaños de mi mamá, que murió hace seis meses. Sabíamos que era lo que ella habría querido.
El día antes de partir revisamos las noticias, averiguamos si el aeropuerto estaba abierto y vimos si había habido alguna actualización por parte de las autoridades. Todo parecía estar funcionando. En ese entonces habían 43 personas contagiadas de Covid-19 en Chile, ni un solo hospitalizado y ni un fallecido. Aun no habían decretado las medidas de distanciamiento social y no se hablaba de cuarentena voluntaria, mucho menos obligatoria.
No se respiraba ese aire de conciencia colectiva que se dio unos días después, cuando la situación ya había escalado de manera vertiginosa en muy poco tiempo. En nuestras cabezas, al minuto de ir al aeropuerto, todo seguía funcionando con normalidad. Si las autoridades no habían dicho nada, no había problema. No supimos dimensionar, ni nosotros ni nadie, que la situación se volvería grave.
Nos subimos al avión y llegamos ese mismo día a Máncora. Al día siguiente, en nuestro primer día de vacaciones, estando en la playa, una mujer nos contó que era ecuatoriana, pero que había llegado a Perú a buscar a su hija porque Ecuador iba a cerrar sus fronteras. Un día después, para nuestra sorpresa, Perú también las cerró. En un principio se comentaba que la medida duraría hasta el 26 de marzo. Nosotros teníamos nuestro pasaje de vuelta para el 22, pero en última instancia tener que quedarnos cuatro días más no nos parecía terrible.
No sabíamos qué hacer ni dónde pedir ayuda, pero dado que todo se iba dando en la marcha y de manera veloz, mantuvimos una calma inicial. Teníamos mucha suerte: estábamos juntos y en una localidad chica en la que aun no habían contagiados. Lo mejor que podíamos hacer, para no exponernos y no exponer al resto, era quedarnos ahí. El 16 decretaron cuarentena en todo el país.
El 17 me puse a hacer mis propias averiguaciones. Conseguí un contacto en el Consulado y les escribí. Les expliqué que nuestro vuelo de vuelta era para el 22 y que queríamos saber cuáles eran nuestras opciones. No recibí respuesta. Al día siguiente, me conseguí el contacto del embajador a través de otra persona y le escribí directamente. Fue muy amoroso y diligente. Aun estaba tranquila porque nos quedaban cinco días en los que aun contábamos con alojamiento y comida. No podíamos ir a la playa, pero al menos teníamos vista al mar. Y eso ya era mejor que estar en Santiago.
Un día después, me incluyeron en un chat de más de 200 chilenos varados en Perú y ahí supe que había de todo: algunos con mayores posibilidades de mantenerse, otros sin ni un peso. Otros tantos a los que habían echado de sus hoteles y no sabían a dónde ir. Esa noche, desde el Consulado nos llegó un correo en el que especificaban que los que estábamos en el norte tendríamos que tomarnos un bus a Trujillo, localidad que está a nueve horas en bus, donde tendríamos la posibilidad de subirnos a un avión. Nada era seguro.
Habían, en ese minuto, más de 600 chilenos en Perú y ninguna garantía de que ese avión realmente saliera. Estábamos a 19 de marzo –aun dentro de nuestras fechas– por lo que tomamos la decisión de quedarnos un rato más en Máncora, hasta que habilitaran un segundo vuelo. Así también podíamos cederle esos 12 cupos a las personas que estuviesen en peores situaciones que la nuestra. Ese vuelo, que estaba estipulado para el 20, salió recién el 22.
Ese 22, que era nuestro supuesto último día de "vacaciones", los ánimos ya no estaban altos. Por ese entonces ya habíamos empezado a entrar en un leve estado de desesperación porque intuíamos que no había mucho que el Consulado pudiera hacer y que la situación se estaba volviendo cada vez más grave. Las fronteras estaban totalmente cerradas y Perú estaba tomando medidas muy precavidas. Por suerte, la dueña de la casa que arrendamos nos dejó quedarnos un rato más pagando el mínimo. Y ese gesto tan humano fue lo que nos dio impulso. Había gente, en todo esto, que no se estaba aprovechando de la situación.
De ahí en adelante todo se dio de manera rápida y fue todo muy extraño. Yo empecé a coordinar a los 80 chilenos que estaban en el norte, recopilé sus datos y le mandé un Excel al Consulado. Armé un chat entre todos y me volví la vocera de los que no podían comunicar sus inquietudes. Las salidas se iban restringiendo cada vez más –el toque de queda era a partir de las 20:00 y durante las últimas dos semanas a partir de las 16:00– y ya estábamos todos muy decaídos. En mi familia empezamos a tener diferencias y nos empezamos a desesperar. Algunos se querían ir a toda costa, otros ya estaban resignados. Nos estábamos sintiendo abandonados.
Pasaban los días y seguíamos sin respuestas claras. Asumí todas las responsabilidades, un poco porque quise pero también porque no quedaba otra. Y finalmente nos escribieron del Consulado para avisarnos que si coordinábamos nuestra ida a Lima –que queda a 18 horas en bus– ellos podían gestionar un salvoconducto y podríamos subirnos a un avión. Hicimos las gestiones, llenamos una van -con otras dos familias más, porque a esas alturas ya éramos una gran familia entre todos- y el 28 partimos. Unos días después nos llegó un correo de un vuelo charter gestionado por la Embajada de Nueva Zelanda que nos dejaría en Santiago, cuyo pasaje salía más de 900 dólares por persona.
El avión salió el 13 de abril, un mes después de que llegamos, y en esos días a mí me echaron del trabajo –trabajaba en una empresa chica que no tenía cómo sostenerse en esta crisis–, gastamos plata que no teníamos y nos quedamos con el sabor amargo de las injusticias. Fue muy estresante, pero sabía que estábamos todos en la misma, y algunos aun peor. Y es que incluso en una pandemia, en la que deberíamos solidarizar, el abuso sigue siendo la norma. Ese vuelo, que finalmente tomamos mi marido, mi papá, mi hijo y yo –el resto se quedó porque no pudieron pagar el pasaje– me lo lloré todo. Sentí que estaba avalando y aceptando esas condiciones de injusticia y me dio rabia. Porque en este mundo, si no tienes plata o contactos, nadie te acompaña".
Camila Madsen (33) es periodista.
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