Hablemos de maternidad: “Casi 38 años después me sigo preguntando qué tanto puede marcarnos la forma en que nacemos”




Solemos buscar explicaciones y hasta culpables si es que los hay cuando algo de nosotras nos molesta hasta el hastío. Tal vez es una forma de escarbar para encontrar la raíz del asunto y así poder sacar esa maleza que sentimos que es el origen de nuestro malestar y descontento.

Mi falta de perseverancia me llevó a sentir el estigma de la cesárea a través de la que nací en cada nuevo proyecto, casi como si estuviese viendo la meta y de pronto sintiera que algo me alzaba y me sacaba de allí, alejándome de ella. Mi mamá dice que no me dejaron luchar por un parto normal y nunca supimos si fue una cesárea necesaria o sólo porque “estaba de moda”. Casi 38 años después, siento esa cesárea en cada desafío que emprendo. Y me sigo preguntando qué tanto puede marcarnos la forma en que nacemos.

Casi como escapando de una profecía, siempre tuve claro que cuando fuese madre tendría partos naturales. Para mi primer embarazo me recomendaron un obstetra que me hizo una ecografía en su consulta y lo primero que me dijo fue: “chiquilla, vamos a tener que fijar la fecha para la cesárea porque tienes placenta previa”. Después de correr y esconderme de esa idea, encontré un hospital universitario pro partos naturales. Claro, esa era la consigna, pero después me di cuenta de que la única diferencia con el otro lugar era que la fecha se programaba más encima.

Así fue como se dio mi primer parto en el que el médico intermedió la venida forzosa de Luciano. ¿Quién era yo para cuestionar la autoridad de un médico que justo al cumplir las 38 semanas me decía que estaba con pérdida de líquido amniótico? Tuve que estar en una cama prácticamente amarrada sin poder dejar fluir mi dolor para luego pasar a una silla obstétrica muy cómoda para el doctor, pero no para mí.

Decidida a que mi segundo parto fuese normal, me conecté con toda la sabiduría femenina que encontraba en mi camino. Si hacía falta buscaba los micelios necesarios para llegar hasta allí. Mi obstinación hizo el resto. Pensaba en mi abuela, en la soledad emocional de sus partos y que su única compañera fue la partera. Pensaba en la evolución y en cómo el poder caminar en dos piernas estrechó nuestro canal de parto convirtiéndola en una experiencia dolorosa. Aun así, veía en el dolor algo emocionante por traer una vida y pensaba en lo lindo que es que el cerebro se encargue de borrar lo más traumático. Pensaba en el temor silencioso de mi esposo que fue opacado por su entrega y apoyo incondicional en todo momento. Y mientras pensaba llegó el día en que le daba la primera oportunidad de luchar a mi bebé, de convertirse en alguien que no se rinde. O al menos eso quisiera creer.

Durante el silencio de una madrugada, Inhar, como si hubiese visto todo desde el vientre y esperara la intimidad, decidió nacer a las 40 semanas. Inhar comenzó a salir de ese estrecho lugar retorcido y yo sentía su cabeza presionada y el ardor de un volcán en erupción. Inhar, con la gracia de un contorsionista experto que ha repetido esta hazaña una y otra vez, sacó su cabeza para luego estirar su brazo derecho -como lo hace superman cada vez que vuela- y luego posicionar en un giro los hombros y desde allí salir con el impulso natural con que emerge el sol durante el amanecer. Yo por mientras repetía como un mantra que no me rasgaría en un desgarro ingrato.

Dos horas después, tenía una criatura en mis brazos adaptándose a su nueva atmósfera, recibiendo el último aliento de vida de su placenta mientras se regocijaba con mi calostro solícito y el calor de mi piel. El dolor había dado paso a la silenciosa satisfacción mientras aguardamos el alumbramiento.

Nunca imaginamos que dos años después estaríamos nuevamente planificando la llegada de otro integrante de la familia. Montserrat venía con la impronta de las cosas que se inician los días lunes y ese día decidió comenzar su vida, era tajante en su decisión de salir. Esta vez pudimos contactar a alguien que nos acompañara y así no dejar esa carga tan grande en la inquietante ansiedad de mi esposo. Al otro lado del teléfono, la doula me confirmaba que el día había llegado. Mientras esperaba a mi compañía incondicional, ordené la casa para dejar bonito el lugar donde nacería.

Las posturas para parir son tan diversas como las mujeres que damos a luz. Cada una tiene una fortaleza y una debilidad que la hace parir de pie, en cuclillas, acostada o en mi caso, de rodillas con el cuerpo reclinado en el sillón como preparando una plegaria. El dolor y las situaciones de estrés siempre me han debilitado las piernas. Es como si mi sistema simpático se rehusara a huir del lugar y me obligara a enfrentar mis miedos.

Creo que tanto la vida como la muerte se nutren de la intimidad del instante, así que los únicos registros que hay de esos momentos maravillosos en que estos pequeños llegaron al mundo son nuestros poco confiables recuerdos, enmarañados en una compleja red neuronal que evoca la memoria episódica y semántica, y que se va modificando con las emociones del presente y también las del pasado. Sin embargo, siguen siendo esos momentos unos de los más emocionante de mi vida. Si tuviera otro bebé, me volvería a arrodillar para sentir y conectarme con la geología profunda de mis entrañas.

Carolina (38) es mamá y se dedica a la comunicación de la ciencia.

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