Las cosas

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Hace un par de días logré abrir un cajón que estaba con llave en mi escritorio. Llevaba cerrado meses o tal vez años, ya ni me acuerdo. Tampoco me acordaba qué podría tener en su interior; me acostumbré a que estuviera cerrado y cada vez que se perdía algo en la casa, jugábamos a que estaba guardado en el cajón con llave. Mi hijo se imaginaba tesoros y fue grande su decepción cuando al abrirlo vio una carpeta con los comprobantes de la mensualidad del jardín del año 2015, un paquete de pañuelitos, un set de aros con formas geométricas que alguna vez me compré en el retail, unos anteojos que usé un par de veces, una libreta con dibujos míos –nada muy interesante–, una foto carnet de mi marido, varias monedas de $10 y un sin fin de chimuchinas que nadie echaba de menos. Lo único que sirve –aunque es bastante feo- es un portaminas que me dieron en un seminario y su correspondiente cuaderno -también feo– con todas las hojas en blanco.

No tengo muchos de esos cajones misteriosos en mi casa. Hace años que dejamos de comprar tantas cosas y de aceptar esos regalos que dan en talleres o seminarios y eso es, simplemente, porque me estresa la acumulación. Me carga el olor a ropa guardada, el polvo que se acumula en las repisas con adornos y el trabajo que significa tener cosas, cuidarlas y limpiarlas. Sufro de un enorme estrés mental cuando alguien llega con muchos regalos para mis hijos, con pilas y envoltorios que no tendrán destino claro, y que si bien, provocan que ellos tengan cinco minutos de alegría mientras los abren, tampoco son sus juguetes favoritos y los dejan olvidados en cualquier parte. También lo paso pésimo cuando me hacen regalos caros que no me gustan o cosas elegantes cuando mi vida no es elegante. Siempre he sido así, al principio un poco a la fuerza, porque como soy la segunda de cinco hermanos, mi ropa era casi siempre heredada y pocas veces tuve cosas a la moda, nunca tuve de esas zapatillas Donnors ni más de dos pantalones: uno lo usaba y el otro lo lavaba.

Aunque me acostumbré a ser así, creo que no tenía la seguridad que tengo ahora de decir que comprar cosas es lo que menos me importa en la vida. Y estoy segura que cada día somos más los que hemos dejado de proyectar en las cosas lo que nos gustaría ser. La relación que tenemos con los objetos es tan confusa. La publicidad nos ha atacado de maneras muy subliminales y nos hace sentir que necesitamos algo constantemente, y cuando lo tenemos, automáticamente, queremos otra cosa. Y así seguimos en un espiral que no lleva a nada más que a la banca rota y a la esclavitud de ordenar constantemente las cosas que inundan cajones y clósets.

A propósito del Cyber Day y de todo ese blablablá he leído en las redes sociales frases muy bonitas que dejo aquí, y me uno a ellas porque no sucumbir al consumo es conocerse, mirarse y es una preciosa oportunidad para poner en práctica lo que decimos que somos: "Recuerda cuando querías lo que ahora tienes", "la ropa más sustentable es la que está en tu closet" , "las mejores cosas de la vida no son cosas" y mi favorita y la más simple de todas: tienes todo lo que necesitas, porque te tienes a ti.

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