Hablemos de Amor: Cuando la fuerza de voluntad se acaba
Para Karen el tema del peso empezó a los seis años. Desde entonces, se tiene que enfrentar a la batalla constante que es sentirse cómoda en su cuerpo.

Desde los seis años he batallado con mi peso. Hoy tengo 44, y a veces todavía levanto la bandera blanca y me rindo. Hago las paces con el enemigo y hasta salimos de fiesta juntos. La rutina diaria es una trinchera llena de desafíos, y después de tantos años, despertar y acostarme pensando si gané o no la batalla contra la comida se vuelve insostenible. La fuerza de voluntad se agota. Y a ratos, cruza una frontera sin retorno.
No se trata de flojera ni de falta de amor propio. Hoy reconozco mi cuerpo con sus fortalezas y sus límites. Sé cuál es la mejor versión a la que puedo aspirar, sin rendirme ante estereotipos absurdos. Pero lo que más deseo no tiene que ver con la forma de mi cuerpo, sino con un tratado de paz con mi mente. Muchas veces me he preguntado qué sería mejor: tener un cuerpo deslumbrante y seguir sintiéndome insatisfecha, o ser gordita pero realmente feliz. Suponiendo, claro, que ambas realidades fueran posibles. A esta altura de mi vida, elegiría la felicidad. Sin dudarlo. Pero no es tan fácil.
A lo largo de mi vida he alcanzado varias veces “la meta”. Pero nunca parecía suficiente. Y nunca logré sostenerla. A veces pienso que esa terrorífica sensación de frustración que aparece cuando empiezo a subir de peso otra vez —cuando todo se descontrola y paso de ser protagonista a espectadora de mi propio cuerpo— es lo que hoy me impide encontrar un propósito. Es lo que me aleja de reconciliarme con la tan nombrada “fuerza de voluntad”.
La busco, pero no la encuentro. No doy con ese leitmotiv que me empuje a retomar las exigentes rutinas necesarias para alcanzar esa gran meta otra vez. Es como estar en una relación de pareja quebrada, repitiéndome la promesa —cada vez más irrisoria— de que ahora sí, esta vez, el cambio será para siempre.
Conozco cientos de dietas. Y en mi caso, ninguna ha sido sostenible. Porque cuando se gatilla la ansiedad —producto de una emoción que no sé cómo manejar—, mi cuerpo se detiene. Se activa el modo supervivencia. La grasa se acumula con tanta celeridad que he llegado a subir entre 13 y 26 kilos en pocos meses. El factor común: un alto impacto emocional.
Me ha pasado en la adolescencia, en la juventud y en la adultez. Todo ese esfuerzo, perdido en cuestión de semanas. Varias veces, y con muchísimo trabajo, logré bajar de peso. Pero siempre quedó un remanente que me acompaña hasta hoy.

También, en innumerables ocasiones he intentado construir el hábito de hacer ejercicio. Antes, lo hacía para adelgazar; ahora, por salud mental —porque, efectivamente, me hace sentir mejor—. Incluso he logrado superar la falta de ánimo en más de una ocasión. Pero basta un pequeño desajuste, una obligación extra, una semana caótica, para que el ejercicio vuelva a quedar postergado. Siempre es lo primero que se sacrifica.
En mi caso, la fuerza de voluntad se quebró definitivamente cuando algunas sospechas que tenía sobre mi cuerpo dejaron de ser intuiciones y se convirtieron en diagnósticos. Lipedema: una enfermedad crónica caracterizada por la acumulación anormal de grasa en las extremidades —principalmente piernas, pero también brazos—, resistente a dietas y ejercicios. Su único tratamiento efectivo es la liposucción. Y por si fuera poco, estoy en estudio por un posible síndrome de Cushing: un pseudoenvenenamiento de cortisol. Mis niveles están en 8,26, cuando el máximo considerado “normal” es de 1,46.
He conversado con otras mujeres que también se han sometido a tratamientos para adelgazar —la mayoría, sin éxito sostenido—, y muchas coinciden en lo mismo: la fuerza de voluntad está sobrevalorada. Para muchas de nosotras, esa idea no solo es insuficiente, también es una respuesta reduccionista, cómoda, que repiten quienes se quedan sin argumentos frente a una lucha que no conocen desde dentro. Una lucha que, para algunas, ha sido casi de toda la vida.
Existen diversos estudios que han abordado este tema. Uno de los más interesantes es el del psicólogo suizo Alex Bertrams, titulado “La asociación cognitiva entre el autocontrol esforzado y la disminución de la vitalidad” (2021). En él se plantea que el esfuerzo por mantener el autocontrol puede estar cognitivamente asociado a una sensación de baja energía o vitalidad. Pero también sostiene que tenemos la capacidad de transformar esa percepción: ver nuestras capacidades mentales no como un recurso finito, sino como un sistema influido por creencias, asociaciones y expectativas. “Esto no significa negar la fatiga real”, escribe, “sino distinguir cuándo es fisiológica y cuándo es interpretativa”.
El problema es que muchos estudios, como muchas terapias, no consideran la subjetividad ni la complejidad emocional de la mente humana. El tránsito hacia el éxito se llena de obstáculos invisibles que erosionan incluso la mejor de las resiliencias. Por eso, cuando escucho a profesionales de la salud —incluso especialistas en obesidad— hablar solo de disciplina, perseverancia y fuerza de voluntad, sin incluir la salud mental, simplemente me desconecto. Sé, sin lugar a dudas, que ahí no es.
Tal vez la única alternativa posible sea la psiconutrición. Tal vez solo desde ahí podría volver a conectarme con algo parecido a la fuerza de voluntad. Porque, por ahora, esa batería está en modo crítico. Y el cargador no funciona.
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