Cuando quería ser conejo

conejo disfraz



Cuando era niña, de alguna manera sentía que no habían límites para lo que me propusiera. Fue recién de adulta que me sentí identificada con la necesidad de que, por ejemplo, hubiesen mujeres en cargos de poder para sentir que yo también puedo tenerlos. Por ridículos que fueran, mis sueños eran míos. Y si podía soñarlo ¿por qué no iba a poder hacerlo? Tampoco me sentía presionada por parecerme a mis Barbies, porque eran muñecas y yo era una niña.

Por eso mi mamá se ríe mucho cuando se acuerda que cuando era chica, yo quería ser conejo. No conejita de Playboy, sino un conejo silvestre. Los que tienen los ojos rojos y saltan sin parar. Los que zapatean como tambor.

No recuerdo mucho de esa época, pero sí he visto fotos que me muestran con mi tenida de preferencia: orejas largas, algodones corcheteados en el trasero y bigotes dibujados. Pero cuando intento hacer un análisis que me explique por qué en vez de astronauta quería ser este animal, llego a la conclusión de que para una niña como yo, los adultos eran otra especie, mucho más distantes que un animalito peludo.

A las personas grandes las veía serias y llenas de esquemas, con problemas agobiantes y dueñas de decisiones imposibles. No, eso no era para mí. Y mientras más lo pienso, más razón le encuentro a la niña que fui: ojalá ser como un conejo blanco y suave, sin preocupaciones y feliz de comer zanahorias y pasto, en vez de ser un adulto atareado que necesita una copa de vino para dormir tranquilo.

Sí, todavía lo creo: cuando grande, quiero ser conejo.

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