Columna de Psicología: ¿Tú ves adolescentes?... los que se niegan hablar con adultos (3ª parte)

Adolescente

No hay cielo sin tormentas, o caminos sin accidentes. No tengas miedo de la vida, no tengas miedo de vivir intensamente (Augusto).


En la columna anterior llega a mi consulta una adolescente que lleva meses sin hablar con su madre. Es más, Sofía, así llamaremos a mi cliente, solo hablaba lo estrictamente necesario con los adultos y se negaba a visitar a profesionales de la salud mental, pues -según su creencia- todos hacían lo que su madre quería.

Ya en la primera sesión comprobé en persona la increíble capacidad que tienen los adolescentes de construir rígidas creencias a partir de pocas experiencias. Si bien estas generalizaciones -positivas o negativas- pueden surgir de un comentario o de un caso aislado, pueden llegar a ser lo suficientemente poderosas para ser vividas como ciertas. Y es tal la fuerza con la que las plantean y las defienden los adolescentes, que el entorno aprende a seleccionar qué batallas dar frente a ideas que pueden ser altamente irracionales y perjudiciales.

Hecha esta recapitulación, les cuento que Sofía que llegó a la segunda, tercera y cuarta sesión con extrema puntualidad y desde que se sentaba hasta que se levantaba planteaba temas para trabajar, demostrando así su interés por el proceso.

Mi cliente literalmente estrujaba la hora y me hacía viajar por un torbellino de emociones, pues como dice la neuropsiquiatra Louann Brizendine, autora del libro Cerebro Femenino, la principal característica de la adolescencia femenina es el drama, drama, drama.

Prueba de lo anterior fue cuando me contó su llegada a casa tras la primera sesión.

Su madre, ansiosa por saber si su hija había enganchado con el proceso de coaching, la esperaba en la puerta de la casa y Sofía, nada más verla, experimentó tal malestar que, para sacársela rápido de encima, le dijo que le había ido bien, que quería volver al coaching y que no preguntara más.

Acto seguido, me cuenta Sofía con los ojos mirando al techo, su madre se puso a llorar.

"¿Cachai la weona tonta? En vez de alegrarse de que por fin le hablo y que le doy buenas noticias, la muy barsa se pone a llorar. ¿Quién la entiende?"

La intensidad de su voz, gestos y movimientos me obligaron a seguir su relato en un silencio religioso, ya que después de lo que me contó de su madre, me dio miedo equivocarme. Sus juicios sobre el mundo y los demás no solo podían ser hilarantemente lapidarios, sino inesperadamente cambiantes.

Por eso, para lidiar con esta incertidumbre, estudiaba entre sesiones mis apuntes del Cerebro Femenino, libro que desde entonces recomiendo a los padres de adolescentes, pues en un capítulo especialmente dedicado a ellas, esta neuropsiquiatra nos advierte que "el cerebro adolescente la hará sentirse poderosa, dotada siempre de razón y ciega ante las consecuencias".

Esto podrá ser molesto para muchos padres, pero lo que verdaderamente me dejó pensando, es que según esta doctora, este comportamiento -aparentemente inadecuado- es esencial para que las niñas crezcan y se adapten a un mundo que no será fácil para ellas.

Peor aún fue comprender que esta intensidad, tan difícil de manejar para muchos adultos, es aún más difícil de gestionar para las propias adolescentes, pues en muchos pasajes, ellas mismas se desconocen.

Escuchemos a Sofía:

- Estoy chata de vivir en mi casa. No puedes hablar ni ver tele tranquila porque todos tienen una opinión de todo. Todos saben de todo, a todos los concocen y a todos los critican. ¡Es enfermante y después se preguntan que por qué no hablo! Si no hay que ir a Harvard para entender que nadie va a querer hablar en un lugar donde antes de terminar la frase, ya todos tienen una respuesta mala onda.

- ¿Quiénes son todos?

- Pucha… mi papá, mi mamá, mis hermanos mayores. Son chatos.

Este breve diálogo ilustra lo difícil y hostil que puede ser para una adolescente insertarse en el mundo de los mayores, pues no es raro que frente a sus comentarios o reclamos, rápidamente se las tilde de intensas, exageradas e insoportables.

El problema para los padres, dice Louann Brizendine, es que la mayoría no saben cómo lidiar con el cambio, pues sus hijas, en cuestión de meses o años, pasaron de ser pequeñas princesas mandonas a dramáticas adolescentes.

Y Sofía no era la excepción.

Estaba enojada con el mundo, con sus padres, con su familia, con el colegio, pero sobretodo, consigo misma.

- Seguramente a ti también te tengo chato.

- ¿Qué te hace pensar eso?

Para mi sorpresa, Sofía se queda callada.

- Es raro esto de que te escuchen, que no te critiquen y que te quieran entender. ¿Para las demás personas que atiendes esto es normal?

De repente Sofía me empieza a interrogar por las otras personas que atiendo y en sus preguntas detecto un profundo temor. Movido por mi intuición, me atrevo a preguntarle a qué le tiene tanto miedo.

Sofía se agarra la cara entre las manos…

- A quedarme sola, a que nadie me quiera, a que nadie me aguante…

Me quedé mudo y Sofía con una tierna sonrisa me comenta que a veces echa de menos ser niña. Con nostalgia me habla de un mundo pasado, donde no peleaba tanto y era la regalona de su papá y ahora entiende que tal vez toda su mala onda se deba a que ya no tiene… lo que tenía…

Este fue nuestro quinto encuentro y a diferencia de los anteriores, la sesión terminó con calma. Sofía se despidió y se fue como siempre, solo que más lento y en completo silencio.

Una vez solo, me senté en el sofá que recién ocupaba Sofía y sentí un gran alivio, como si después de un mes de la tormenta, se despejara la playa.

Es cierto, como hombre, como coach, tampoco estaba acostumbrado a tanto drama, pero entender que éste es vital para enfrentar los desafíos de la adultez me abrió una nueva perspectiva, pues en esta compleja transición, Sofía no solo había dejado de ser la princesa de casa, sino que estaba cada vez más aislada debido a que los mayores que la rodeaban ya no estaban solícitos a sus demandas emocionales y se defendían ante sus reclamos.

Esta descontención que reclamaba Sofía me permitió caer en la cuenta no solo de cuan dolorosa puede ser esta etapa para muchas adolescentes, sino de cuan indolentes podemos llegar a ser los adultos frente a los dolores que provoca el crecimiento.

Nos vemos la próxima semana.

Revisa la primera parte de la columna aquí, y la segunda parte aquí.

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