Música: La revancha de McCartney
Ahora que el ex beatle volvió al Estadio Nacional, el círculo para quienes lo vieron en su concierto de 1993 está completo. Paul vive y deja morir.

Suele decirse que la vida da revanchas, y suele ser mentira. Así que la noticia de que Paul McCartney iba a tocar en el Estadio Nacional, más que ofrecer un desquite por los sinsabores de su presentación el 93, empezó a parecerse a un incómodo déjà vu. Hace casi 18 años, siendo un estudiante universitario sin ingresos ni mesada, ir a ver a un ex Beatle requería de sacrificios mayores. En mi caso, trabajar a comisión como vendedor de una multitienda en un mes en el que los clientes no tienen paciencia y los vendedores improvisados menos aún: diciembre. La entrada a cancha para ver a Sir Paul costaba cerca de 16 mil pesos y ésa era la manera de asegurarse los fondos. De manera que cuando empezó a cundir el pánico de los organizadores porque las entradas no se vendían y tomaron la indecorosa decisión de regalar entradas de cancha a cambio de tres tapas de cerveza, para uno fue derechamente una agresión.
Peor se puso una vez en la cancha del estadio, a horas de empezar el concierto. La ubicación ganada en primera fila, contra la reja, fue poco a poco cediendo ante las patotas de quienes -podía sentirlo- habían llegado por obra y gracia de la generosa cerveza y que, como confirmaría después, con suerte habían escuchado "Love me do". En esas circunstancias, mi sacrificio por ver a McCartney ya no parecía encomiable, sino derechamente estúpido.
Por supuesto, cuando al fin Paul salió a escena, abriendo con "Drive my car", las cosas empezaron a calzar con mayor gracia. Ya no importaba, no tanto. Y al final, tras las explosiones de "Live and let die", llegaría el epílogo de milagro, justicia, alegría, desgracia y absurdo, en rápida sucesión. Sucedió así: McCartney se levantó del piano y se secó la cara con una toalla blanca. Luego fue hacia el borde del escenario y la tiró lejos. Podía jurar que venía hacia mí. Salté. La agarré. Yo. Justicia divina, en el mismísimo Estadio Nacional. Caí al piso y a los pocos segundos sentí cómo me tironeaban el trofeo con violencia. Hordas de pelafustanes que además de haber entrado gratis querían llevarse lo que yo había ganado. Me aferré a la toalla con mi vida. Cualquier negociación era por definición injusta, pero tras tensos minutos con mucho tira y poco afloje, me rendí a la evidencia. "Cortémosla", dijo alguien. "¿Quién anda con cuchillo?". Afortunadamente nadie estaba armado. Terminamos despedazando la toalla de Paul con llaves y otros objetos semi punzantes. Me di cuenta de que al otro lado de la cancha McCartney había tirado una segunda toalla. Quise pensar que el otro yo que la había agarrado también había comprado su entrada. Y que también había tenido que romperla para conservar ese pedazo.
Después, la vida. Los cambios de casa, los viajes, los desalojos. La caja donde estaba el trozo blanco quedó en alguna parte, probablemente entre las cosas que nunca he querido abrir desde mi último desempaque. La verdad, no me importa mucho.
Cuando anunciaron al fin el retorno de McCartney decidí esperar. Iba a comprar mi entrada al final. A medida que pasaban los días veía cómo regalaban entradas en radios, programas de televisión y hasta por Twitter. No concursé. Tres días antes compré mi entrada de cancha para ir solo a enfrentar mi destino. Creía que estaba conforme, tranquilo, zen. Esa mañana escuché "Band on the run" y perdí la paciencia. Compré una entrada golden a última hora. La de cancha, la perdí. La dejé durmiendo en la oficina de Ticketmaster a donde nunca fui a retirarla.
Luego salió McCartney al escenario. Él estaba casi 18 años más viejo y volvía al Estadio Nacional. Yo también. Hello, Goodbye, Paul. Quizás no era una revancha, pero se parecía bastante.
COMENTARIOS
Para comentar este artículo debes ser suscriptor.
Lo Último
Lo más leído
1.
2.
4.