La fiesta a medias de un país incierto

"El festival sacrificó como correspondía el barullo y la fiesta circundantes, esa efervescencia que de todas formas va en retirada en los últimos años, porque la industria televisiva ya no está para costear equipos completos durante una semana a 140 kilómetros de Santiago. Si en el pasado los ventanales del hotel O'Higgins cedieron y reventaron por la presión de periodistas y guardias, ahora cayeron apedreados por quienes no querían que en Viña hubiera fiesta, en dudoso nombre de las demandas sociales".


Viña 2020 estaba destinado a ser distinto, a reflejar el estallido de una nación en crisis. Así el evento de música latina más relevante del mundo experimentó un capítulo extraño de alto rating convertido en una especie de ciudadela con frontera fuertemente custodiada, bajo mensajería reivindicativa desde el público y el escenario. El festival sacrificó como correspondía el barullo y la fiesta circundantes, esa efervescencia que de todas formas va en retirada en los últimos años, porque la industria televisiva ya no está para costear equipos completos durante una semana a 140 kilómetros de Santiago. Se acabaron las carreras rápidas y furiosas persiguiendo artistas. Si en el pasado los ventanales del hotel O'Higgins cedieron y reventaron por la presión de periodistas y guardias, ahora cayeron apedreados por quienes no querían que en Viña hubiera fiesta, en dudoso nombre de las demandas sociales. El festival en sí fue algo que sucedió al interior de la Quinta y en las pantallas, nada más. El contexto suprimió ese aire de ligero carnaval que coge la ciudad jardín con el certamen y se entiende. Pero tras dos años bajo este ciclo de C13 y TVN asoman algunas dudas sobre el sello de la gestión conjunta. El primer año quedó marcado por una parrilla tibia armada con retraso. Para esta edición se leían mejores nombres. Ricky Martin y Maroon 5 son de categoría mundial, Mon Laferte en su peak, Ozuna arrasa en Chile, Ana Gabriel es un clásico y Pablo Alborán el romántico del momento.

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El festival de Viña lleva años perfeccionando la fórmula para confeccionar una parrilla ordenada con la emoción de un documento Excel. Esta edición fue hecha para mujeres y así dominaron en la Quinta Vergara. Los públicos se seleccionan por target. El día de Ana Gabriel y Pimpinela era redondo para una audiencia popular, mayor y conservadora que se rió y creyó en la redención de Ernesto Belloni. La noche juvenil de Pablo Alborán maridaba con la ligereza y ramplonería de Fusión humor.

Hasta no hace mucho el festival armaba unos mixes ahora improbables siguiendo el ADN de estos eventos donde cabe de todo y para todos para cantar y entretener. El 28 de febrero de 2013 abrió Elton John, siguieron Memo Bunke y Albert Hammond, remate con la Sonora de Tommy Rey. Hay todo un arco entre sir Elton y el clásico conjunto chileno de cumbia que tiene sentido y hermana públicos diversos. Qué decir del 6 de febrero de 1991 cuando Ricardo Montaner antecedió a Faith No More. Una noche así sobrevive en la memoria. Ahora es como una semana en competencia de alianzas con unos animadores tensos, en particular Martín Cárcamo, desanimado, golpeado, a la rastra de la energía de María Luisa Godoy, como Rose rescatando a Jack esposado en el Titanic. Un día van las abuelas, otro las chiquillas, luego las parejas de enamorados, siempre bajo predominio femenino.

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El festival leyó el momento y el protagonismo de las mujeres, pero esta especie de encajonamiento tan marcado redunda en un exceso de control y frialdad que irradia el ambiente en la misma Quinta y se traspasa a la pantalla. Desde 1972 el festival es un programa de televisión, tal como se enteró Adam Levine la noche del jueves con Maroon 5 funcionando por automático. Esa pugna entre show en vivo y producto transmitido internacionalmente en directo, que a los números anglo nunca les gusta porque desconfían de los equipos locales y pierden el control sobre lo emitido, deja una sensación reseca, áspera, uniforme, de espectacularidad y emoción perdida. Por lo mismo continúa siendo más interesante seguir la competencia folclórica que la internacional, porque en la primera hay singularidades regionales, sabores musicales distintos, sonidos diferentes, mientras la segunda equivale a la comida rápida en cualquier ciudad del mundo porque todo sabe igual.

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Este asunto es más grande y complejo que el festival de Viña. La homogeneidad del pop responde a una condición dominante en la industria de los espectáculos, donde manda el testeo y la prueba para disminuir los riesgos y optimizar las ganancias. Fue parte de lo que alegó Martin Scorsese el año pasado cuando habló sobre la situación del cine comercial. No hay tiempo ni espacio para el ensayo y el error. Ese deseo de controlarlo todo, legítimo en cualquier negocio, choca contra la volatilidad y la frescura del carácter artístico, el combustible de esta cantera. Lo imprevisto, el arranque, la genialidad reciben escasa cabida.

Mon Laferte rompió ese esquema con la extensa perorata sobre si debía o no asistir al festival dado el contexto, el conflicto con carabineros, y crecer en una zona como Gómez Carreño, que tampoco es La Legua. Los años en Rojo y su pasión por el drama a la mexicana le dan cancha, son recursos de su estilo. Como sea, le torció la mano al guión y se dio maña de ignorar a los animadores trayendo de vuelta esa chispa que ahora escasea en el escenario de la Quinta Vergara. Que el show más memorable de esta edición sea Maroon 5 por las razones equivocadas -el número anglo más bajo que se recuerde en el festival en largo tiempo-, refleja una fiesta celebrada a medias en sintonía con un país incierto.

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