Carta de amor a las disquerías: esos lugares fascinantes

La tienda Repo Records, en Filadelfia.

Ayer se celebró en todo el mundo, incluyendo Chile, el Record Store Day (Día de la tienda de discos), donde se festeja a las tiendas de vinilos a través de la publicación de álbumes exclusivos y de tiraje limitado. Aquí, una crónica vivencial por sitios que se resisten a la extinción y que aún representan una inigualable descarga de felicidad.


Las disquerías pulverizan ese mandato neoliberal que dicta que toda buena tienda primero entra por los ojos. No hay reglas escritas, pero quienes contamos muchos años peregrinando por ellas en distintas ciudades sabemos que casi siempre las más sorprendentes están en guaridas pequeñas, estrechas, incómodas y poco seductoras, en la mitad de oscuras galerías donde comparten espacio con una clínica dental, una fotocopiadora o un sitio tan fascinante como la oficina de un contador.

No existe demasiada distinción ni elegancia, porque aquí la belleza aflora de otra manera: cualquier vitrina con las carátulas de Pink Floyd, Los Jaivas, Santana, David Bowie, los Flaming Lips o Pérez Prado tiene tanto o más esplendor que cualquier museo.

El personaje que mejor retrató ese brillo desolado del negocio del vinilo fue Rob Gordon, interpretado por el actor John Cusack en la película paradigmática del tema, Alta Fidelidad, quien al llegar una mañana a su tienda lanzaba entre bostezos: “Soy dueño de Championship Vinyl. Está en un barrio que atrae a muy pocos peatones. Me las arreglo porque la gente hace un esfuerzo especial por venir hasta aquí”.

Human Head Records, una de las mejores disquerías de Brooklyn, está situada en el barrio de Bushwick -entre talleres mecánicos, lavanderías y antiguas fábricas- y para reforzar aún más ese acento maldito posee un techo donde cuelgan cabezas decapitadas, ensangrentadas o que parecen arrancadas por antiguos guerreros para entregarlas como ofrenda a sus dioses. Visitar una tienda musical no semeja un sacrificio humano; pero en su interior sí es muy fácil perder la cabeza.

La disquería Human Head Records, en Brooklyn, Nueva York.

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No son pocos quienes han declarado cierto aturdimiento al poner por primera vez un pie en una disquería. Una borrachera momentánea o un flechazo enamoradizo al observar cientos de discos tapizando paredes o amontonados en estanterías, gavetas, ofertones y cajas en el suelo mordiendo el polvo y el paso del tiempo.

Una suerte de vértigo cuando en un espacio tan minúsculo, separadas por apenas unos metros, aparecen imágenes tanto de Charlie Parker como de Radiohead, o la impronta campestre del folclor latinoamericano contrastando con el lúgubre tormento del heavy metal (hasta a los tramposos de Milli Vanilli se les ha visto ocupar un rincón protagónico en alguna tienda).

Hay sitios que parecieran renunciar a esa diversidad con una opción mucho más especializada: Discomanía, en el centro de Santiago, consagrada hace más de seis décadas a la Nueva Canción Chilena, la trova, la fusión, el canto nuevo y todos sus derivados; o los locales del Eurocentro, cuya ubicación en un subterráneo del Paseo Ahumada, algo así como la ultratumba del corazón capitalino, resulta perfecta para vitrinas repletas de rock gótico y thrash metal.

Curiosamente algunas de las mejores tiendas del mundo concentradas sólo en The Beatles están en Latinoamérica, superando incluso a las inglesas. El ejemplo más rotundo es Abbey Rock, situada en un barrio residencial sin mucha gracia de Ciudad de México y que en no más de 25 metros posee LPs, singles, CDs, casetes y VHS que muestran a John, Paul, George y Ringo bajo todos los looks e idiomas posibles.

Su dueño, Ricardo Calderón, un obsesivo coleccionista de cerca de 70 años y apenas visible detrás de un mesón donde también hay toda clase de fetiches de los Fab Four, prefiere definir a su negocio como “un museo”: tiene 10 mil discos y más de 1500 libros del cuarteto.

Abbey Rock, local de Ciudad de México consagrado exclusivamente a The Beatles. Uno de los mejores del mundo en su rubro.
En la misma tienda, hay figuras de los Fab Four por todos lados.

Incluso así, toda buena tienda siempre supone una travesía por sonidos, geografías, épocas y hasta estados de ánimo con sólo caminar un par de pasos. Es cierto que el streaming redujo todo aquello a algo incluso más diminuto: la pantalla de un celular. Pero sabemos que jamás será lo mismo.

Las disquerías rompen también ese mandamiento neoliberal que establece que el buen comercio rinde mejor cuando hay claridad y armonía. En el ecosistema de los vinilos repartidos en recintos cerrados o en ferias de las pulgas, el caos parece activar un apetito insaciable, con sus compradores arrojados a una caza que nunca termina y que sólo crece, como esas secuencias de leones hambrientos en el Serengueti acechando manadas infinitas de cebras y búfalos sin saber por dónde empezar ni a quién elegir.

La cultura anglo ha inventado una alegoría bastante mejor para eso: los “crate diggers”, aquellos que “excavan en los cajones de discos”, la clásica postal de las últimas décadas de coleccionistas encorvados o agachados en una tienda tratando de hallar oro en una Tierra desconocida.

El escritor inglés Simon Reynolds, uno de los mayores teóricos de la industria cultural de nuestra época, postula en su libro Retromanía que la fugacidad con que hoy consumimos la entretención –con todo a la mano a través de un par de clics- ha anulado la antigua experiencia que significaba trasladarse a ciegas a un lugar específico para sorprenderte con lo que ahí podías encontrar. Salvo una excepción: en su texto cuenta que aún siente una inexplicable descarga de excitación cuando entra a una disquería.

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Dos de los mejores sitios de Sudamérica para experimentar ese asombro están en Brasil y Colombia. De hecho, sólo se puede llegar a ellos sabiendo con antelación que ahí existe una disquería, como si se tratara de una misión comando encubierta donde muy pocos a tu alrededor conocen tu objetivo de ataque.

El centro de Río de Janeiro es un revoltijo que nada tiene que ver con el paraíso bronceado de bikinis y pectorales de Ipanema y Copacabana. Huele mucho a tapioca y hay oficinistas ruidosos corriendo entre calles angostas, mientras que en medio de ese ciclón atiende una disquería. Más bien, en el segundo piso de un viejo edificio sin conserje y donde no hay señalización alguna.

Es como ir a una plomiza oficina del centro de Santiago, aunque cuando se abre la puerta la imagen es otra. Hasta el nombre propone algo bastante más luminoso: Tropicália Discos, un espacio de apenas 30 metros, con vinilos de suelo a cielo, y en un buen porcentaje dedicados a las múltiples expresiones de la música brasileña.

En orden alfabético, desfilan desde Caetano Veloso, Elis Regina, Gal Costa y Tom Zé, hasta olvidados álbumes de samba o de psicodelia pernambucana: una tienda de discos siempre será un atlas sin mapas ni meridianos. Sus dueños, Márcio Rocha y Bruno Alonso, parecen oler la presa y, en el momento justo, sacan de estanterías ocultas joyas irresistibles que posan bajo la aguja de un antiguo tocadiscos. Más reconfortante que cualquier caipiriña.

Tropicália Discos, la diminuta pero contundente tienda situada en pleno centro de Río de Janeiro.

Medellín es otra ciudad bulliciosa cuyo centro está dominado por los locales de ropa o la venta informal de productos electrónicos. Sobre una comercializadora de piñatas y también en un segundo piso –parece ser la ubicación estratégica para melómanos que exigen alta concentración- está Hit Musical, la disquería más antigua de la ciudad y que ha servido para preservar cientos de vinilos de ritmos tradicionales colombianos, como la cumbia, el vallenato, la champeta y el porro.

Transitar por sus bateas semeja un sobrevuelo por el Caribe, gracias a portadas con timbales, congas, cununos, palmeras, playas o fotos de La Habana pre Fidel que simbolizan el dominio de la música latina antes del rock, entre fines de los años 40 y principios de los 60, cuando por lo demás los mercados de vinilos más poderosos de la región estaban en Colombia y Venezuela.

Hay innumerables tesoros en sus estantes –mucho de Discos Fuentes, la “Motown de Colombia”, o Celia Cruz posando en todas sus fases-, pero también te puedes tropezar con piezas fuera de todo libreto: discos de Ángel e Isabel Parra a menos de cinco mil pesos chilenos. Los mismos que comparten hilera con los álbumes que publicó Luisito Rey, el implacable padre de Luis Miguel, cuya sonrisa bajo su bigote frondoso lo hace lucir bastante más amable que la leyenda escrita en torno a su figura.

Hit Musical, reino de la música caribeña en Medellín

A veces pesquisar música en el extranjero puede empujarte a descubrimientos extraordinarios. La disquería Retroactivo de Ciudad de México es también un espacio donde cuesta caminar entre los acetatos ordenados en fila en todo el piso. En 2018, en una de esas cajas de ofertas casi devoradas por los insectos, habían cuatro discos de Lucho Gatica firmados de puño y letra por el mismo cantante chileno en su era de gloria, a fines de los 50, para alguna fanática que seguramente los extravío con la marcha de las décadas. Cada uno costaba mil pesos chilenos: oro puro y barato.

Vinilos de Lucho Gatica firmados por el fallecido artista y encontrados en un cajón de ofertas en Ciudad de México

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El venezolano Pedro Rakos y el español Ricardo Lázaro llegaron al país hace un tiempo atraídos por el circuito local del vinilo.

Son propietarios de dos de las mejores tiendas de Santiago, Altoque Records y Larga vida al vinilo, respectivamente, y coinciden en que entre las cuatro paredes de un local de música suceden trances únicos: “El comprador busca lo más parecido a una cueva, que sea un secreto, que no esté masificado, que no existan aglomeraciones, ni turistas, ni vitrineos. Sólo ellos solos y bien atendidos. Cuando ahí encuentras algo que no te esperabas o que buscaste durante años, explota algo tremendamente especial “, es el relato que comparten.

Hoy en la capital hay más de 30 tiendas, tanto físicas como virtuales, destacando también Sonar, Respect, Vinilo Garage, Needle, Local 54, Vinilos Cult, Billboard, Kali Yuga Distro, Vinilos de Alta Gama, La Furia del Disco, Funtracks, Bigstore y La Caverna.

El legendario Johnny Cavieres partió vendiendo vinilos en cajitas de cartón en el suelo del persa Bío Bío y hoy ya cuenta 26 años al frente de uno de los mejores negocios del lugar, ubicado en el Galpón 4. Cree fielmente en que todo vendedor debe partir como melómano empedernido, hacer un recorrido largo antes de establecerse y tener una personalidad especial para abordar el negocio: “Es que uno trata con mucha gente obsesiva”, argumenta.

Dusty Groove, en Chicago –un polvorín de música africana, latina, electrónica y soul-, fue fundada por una pareja, Rick Wojcik y JP Schauer, quienes partieron en los 90 ocupando la habitación de una ex prostituta para vender música en la vereda. The Vinyl Factory, el más reputado sitio inglés acerca del mundo del vinilo, los eligió hace dos años como la tercera mejor disquería del orbe. Hoy es atendida por DJs y especialistas que te recomiendan sin fallar bandas de la ciudad o títulos menos obvios.

Dusty Groove, la mejor tienda musical de Chicago.

Los mismos relatos narran viejas glorias que manejan sus propios emporios en Buenos Aires (la maravillosa Abraxas); Londres (Rough Trade, esencial en el estallido del punk); Filadelfia (Repo Records, imperdible); Memphis (Shangri-La, una casita en plena carretera que surte tanto de gospel como de blues); Nueva York (Academy Records, con ofertas que cortan el aire) o Estambul (Analog Kültür, donde el tonelaje de música en idioma turco pone a prueba hasta a los más curiosos). Todos aún disfrutan de su labor, porque saben que se aferran a una actividad que zafó de la amenaza de la extinción cuando parecía su único destino posible.

Quizás por todo eso y más, cuando se cierra una disquería o se muda de lugar –como sucedió con la gigantesca Amoeba, de Los Angeles, la que acaba de abandonar su histórica ubicación de Hollywood Boulevard-, cierta comunidad lo sufre como una pérdida. Quizás por todo eso y más, la tradicional celebración del Record Store Day (El Día de la disquería) no cedió este año pese a la pandemia y ayer tuvo a miles de interesados, Chile incluido, comprando ediciones exclusivas de manera virtual.

Con toda seguridad, no sólo se trata de pagar a cambio de música. Se trata de un trozo de eterna felicidad que gira bajo una aguja.

La madre de todas las disquerías: Amoeba Music, en Los Angeles. Hoy está en pleno proceso de mudanza de lugar.
Larga vida al vinilo, en Providencia.
Una imagen de la disquería Altoque Records, en pleno barrio Italia de Santiago.

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