Columna de Marcelo Contreras: La amenaza fantasma del Festival de Viña

Viña 2023

El festival aún encarna el mayor evento de espectáculos hecho en Chile, aunando los esfuerzos de grandes estaciones como C13 y TVN en conjunto a una productora reconocida como Bizarro, asociados a su vez al municipio de la mayor ciudad turística del país. Si el festival no fuera negocio o estuviera en franca decadencia, tamañas instancias no tendrían razones para asociarse.



Terminó una de las ediciones más deslucidas del festival. Tras la pausa obligatoria, el evento propuso un reseteo volcado a lo juvenil con saldos elocuentes de menos público en las graderías y sintonía televisiva a la baja, la reacción ante una parrilla discreta y desatenta a los tradicionales equilibrios por target.

Esta es la hora en que se repiten monsergas: el evento está en decadencia hace rato, nada supera la edición de 1981, las competencias sobran, el por qué de los animadores, y el sinsentido de empezar tan tarde y terminar de madrugada.

Varias de estas afirmaciones son discutibles. El festival aún encarna el mayor evento de espectáculos hecho en Chile, aunando los esfuerzos de grandes estaciones como C13 y TVN en conjunto a una productora reconocida como Bizarro, asociados a su vez al municipio de la mayor ciudad turística del país. Si el festival no fuera negocio o estuviera en franca decadencia, tamañas instancias no tendrían razones para asociarse.

El famoso festival de 1981 con Julio Iglesias, José Luis Rodríguez y Camilo Sesto, junto a KC and the sunshine band, palidece ante la edición, por ejemplo, de 2007 con Tom Jones, Los Bunkers, Gustavo Cerati, Los Tres, Bryan Adams, Ricky Martin y Don Omar, entre otros, o 2011 cuando Sting ofreció uno de los mejores shows en la bitácora viñamarina. Eran los tiempos en que el festival aún era capaz de convocar potentes números anglo, y lo mejor del firmamento pop latino en distintos géneros.

Las competencias son un asunto insular dentro del certamen, de curiosa supervivencia, parte del ADN del festival, su razón de ser original.

La pareja de animadores, la tradición del beso, y la entrega de premios integran el inventario, como cuesta imaginar de qué forma podría hilarse sin presentadores el guión de un evento con segmentos de competencia y números humorísticos, además del show.

Otra cosa es la química y carisma de quienes ofician el rol. María Luisa Godoy y Martín Cárcamo han tenido mejores jornadas en la quinta Vergara, y necesitan con urgencia libretos de calidad, una falencia notoria por años. El abuso de los adjetivos, las aseveraciones dudosas convirtiendo a cada artista en lo mejor del mundo mundial, y la sensación de que ninguno conoce muy bien a la figura de turno -digan lo que digan de Antonio Vodanovic, pero el experimentado animador sabía perfectamente quien estaba en el escenario-, requieren revisión. Un asunto clave como el manejo de la voz asoma descuidado en el caso de María Luisa Godoy. Sus pasajes necesitan matices e inflexiones.

María Luisa Godoy y Martín Cárcamo. FOTO: DIEGO MARTIN / AGENCIAUNO

Sigue siendo inexplicable la insistencia por empezar el show a las 22 horas, lo cual condena a la madrugada al último número de cada noche. Que en Santiago los shows internacionales sean programados a las 21 horas, se entiende meridianamente bajo la excusa -también discutible- del horario de salida del trabajo. Pero en el caso de Viña, se trata del verano. No hay motivo para no arrancar antes y respetar tanto al público como los artistas. Aguantar en la Quinta Vergara hasta la madrugada es un acto de resistencia.

Por lo mismo, entre las faltas imperdonables de esta edición fue relegar a Los Jaivas como el último número de la tercera noche. Son la banda más grande y original en la historia de este país, absolutamente reconocidos e influyentes en Latinoamérica, y celebran 60 años este 2023. Si su presencia contemplaba entregarles no sólo los premios consabidos, sino las llaves de su ciudad, cuesta entender el horario.

FOTO: DIEGO MARTIN / AGENCIAUNO

La parrilla apostó abiertamente en contra de la universalidad característica del evento, parte de su genética y relato. Haciendo eco de las sensibilidades del momento, la programación se volcó hacia los jóvenes y el urbano, bajo la insistencia de que se trata de la música que domina el mundo, lo cual no es cierto. El saldo demuestra que sólo el show de Christina Aguilera, una veterana a estas alturas, conmocionó.

A pesar de la apuesta juvenil, finalmente los números de mayor peso fueron los clásicos, contando a la estadounidense, Fito Páez y Los Jaivas. Simpática Karol G, pero lo suyo es más carisma que peso artístico. Cuesta recordar al resto y retener un espectáculo musical demoledor y memorable.

Este festival fue también la oportunidad de chequear en terreno cómo funcionan fenómenos artísticos construidos en canales alternativos. Paloma Mami, una de las grandes promesas del pop nacional, naufragó con un número frío -pésima decisión interpretar las tres primeras canciones en una pasarela alejada del público-, complicada además por problemas técnicos, y la evidencia de una voz carente de volumen. Diego Urrutia salió airoso de un desafío complejo al arribar como reemplazo, pero con el correr de los días su humor resulta anodino. Por cierto, ambos son representativos de esta especie de tabla de salvación fallida que supone reconfigurar el certamen con énfasis juvenil.

Que el humor sea lo más visto y comentado en un festival de la canción, es una paradoja propia de las singularidades de Viña. Los comediantes marcan los peaks de sintonía, incluso por razones colindantes al morbo como fue el caso de Belén Mora -la malograda Belenaza- que registró 41,1 puntos -el máximo de este año-, y un promedio de 36,8.

Un humorista devorado por el monstruo de la quinta Vergara siempre es un espectáculo incómodo, y a la vez representativo de las contrariedades del carácter humano, una especie de retorcido placer por presenciar el sacrificio de un artista que no provoca risas, rememorando las barbaridades del circo romano. Pero de ahí a aspirar, como algunos iluminados proponen en redes sociales, que esa práctica sea suprimida, suerte con eso. Es natural manifestar rechazo con pifias cuando un espectáculo no convence. Viña tiene su monstruo y es una bestia que merece respeto.

Belén Mora. Foto: Dedvi Missene/La Tercera

Por lo mismo, el festival debe comprender su historia y asumirse como una fiesta universal con la misión de entretener a públicos distintos. Esa es la fórmula que le ha permitido sostenerse por más de 60 años. El intento de este capítulo de privilegiar a los jóvenes es una bomba de tiempo, una amenaza fantasma. De persistir, convertirá al evento en uno más entre varios, y no como el único de su especie en Latinoamérica.

Las cifras de teleaudiencia, al menos hasta la cuarta noche, son categóricas por magras y una señal de alerta ante estos virajes que plantean una fricción ficticia entre audiencias noveles y maduras, que por décadas convivieron sin problemas en el certamen.

Esta edición del festival de Viña del Mar, tuvo mucho menos rating en comparación a 2020 antes de la suspensión obligatoria. La primera noche hace tres años encabezada por Ricky Martin, Stefan Kramer y Pedro Capó marcó 38,6, mientras este año con Karol G, Pamela Leiva y Paloma Mami apenas 27,1, tendencia que se mantuvo los restantes días.

Los públicos jóvenes no ven televisión, en tanto las generaciones mayores, las principales consumidoras del formato, se sintieron desairadas por la parrilla. La única ciencia del festival de Viña es convocar a los mejores artistas posibles. No hay más truco.

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