La marcha de las pioneras: las primeras soldados conscriptos de Chile

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Foto: Patricio Fuentes.

En 1979, un grupo de 120 mujeres se enroló en el Ejército para hacer el Servicio Militar Voluntario. Se entrenaron y fueron las primeras en desfilar en la Parada Militar. A 40 años de ese hito, cuatro de ellas cuentan cómo fue el proceso y cómo mantuvieron el vínculo más allá del uniforme.


El padre de Angélica Delgado no entendía que su pequeña, entonces de 18 años, eligiera continuar con su vida en el Ejército. El coronel de la Fuerza Aérea de Chile (FACh) tenía claro que el contexto de esa decisión no era el más apropiado. Angélica, sin embargo, estaba decidida: quería hacer el Servicio Militar Femenino Voluntario a toda costa. Un año antes, cuando egresaba de un curso de Enfermería, fue reclutada para prestar sus servicios como enfermera de reserva los fines de semana, en la eventualidad de un conflicto. Esa experiencia, dice, la fue convenciendo. Intuía que allí podría encontrar su verdadera vocación.

La oportunidad se abrió para las mujeres en 1978, tras la modificación de la Ley Nº 2.306, sobre reclutamiento y movilización de las Fuerzas Armadas. La prioridad era especializarlas en temas como sanidad dental, auxiliares de párvulos y de finanzas, operadoras telefónicas, conductoras de vehículos livianos y dactilógrafas. Angélica vio un aviso y rápidamente decidió inscribirse. Aunque no fue la única: hubo, en primera instancia, cinco mil postulantes, pero tras una serie de exámenes, la cifra disminuyó a 150.

Al ver a Angélica así, tan empecinada, su madre intercedió y logró torcer la postura de su padre. "Casi que le rogamos. Fue lo más difícil del proceso", recuerda ahora. La escena se repetiría prácticamente en todos los hogares de las otras 149 preseleccionadas, que requerían de un permiso notarial firmado por sus familias. Era difícil de procesar en aquel momento: deseaban ingresar en pleno régimen militar, justo en medio de un fuerte rumor de guerra con Argentina por la soberanía del Canal Beagle y —dicen— enfrentándose a una sociedad mucho más machista que la actual.

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La primera generación de soldados conscriptos femeninos, año 1979.[/caption]

El 16 de julio de 1979, finalmente, 150 jóvenes de entre 18 y 19 años llegaron hasta la Escuela de Servicio Auxiliar Femenino Militar "Javiera Carrera Verdugo" (Esafe), en San José de Maipo, donde seleccionaron a las 120 —las otras 30 quedaron en lista de espera— que dieron vida a la Primera Compañía de Soldados Femeninas que se acuarteló para recibir el entrenamiento.

Angélica estaba adentro.

Construir el camino

Sentadas en el living de una casa en Providencia se encuentran Yali Rivera, Carmen Soto, Lorena Pizarro y Angélica Delgado —cuatro de las 120 pioneras, soldados conscriptos del primer pelotón y hoy amigas inseparables— para recordar esa experiencia de 365 días de instrucción, 40 años después.

En aquel minuto, reflexionan, no le tomaron el peso, lo veían casi como si se tratara de una aventura, un desafío para con ellas mismas. "A los 18 años todos tenemos un poquito de locos, de no saber para dónde va la micro", dice Lorena Pizarro. Hoy, sin embargo, miran hacia atrás con otros ojos, le asignan un sentido mucho más profundo a ese período de sus vidas. Saben que fueron las primeras mujeres en integrarse a un Servicio Militar que hasta entonces solo admitía hombres.

Saben, también, que hoy la realidad es otra. Los cupos para conscriptos femeninos aumentaron a más de 1.600 y se sumaron otras ramas, como la Fuerza Aérea y la Armada de Chile, que les abrieron sus puertas en 2017 y 2018, respectivamente. Y, de cierto modo, se sienten responsables: "De nosotras dependía que siguieran llamando mujeres al Ejército —asegura Yali Rivera—. Pero demostramos que se podía en un área tan de hombres".

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Yali Rivera, 1979.[/caption]

Para ellas, el punto de inflexión fue haber desfilado en la Parada Militar de 1979, a tan solo dos meses de haber ingresado. "Nosotras fuimos un proyecto, el conejillo de Indias, las primeras, y nos pusieron a prueba de inmediato", explica Angélica Delgado.

Y sigue: "Nos dijeron que teníamos que demostrar que éramos capaces, porque iban a estar todos los ojos masculinos encima de nosotras. Había muchos que decían que no nos iba a resultar, y que comentaban: estas se van a poner a llorar, van a empezar con sus problemitas y todas esas cosas. Estaban convencidos de que nos íbamos a equivocar, pero nos salió tan bien".

Esa experiencia las motivó a seguir. La recuerdan con especial cariño. Cuando salieron, con el uniforme y bien maquilladas, y observaban la respuesta de los presentes, cómo las vitoreaban y cómo las seguían por todo el camino: desde el Parque O'Higgins, por calle Ejército y luego la Alameda hasta Santa Rosa. "Fue un orgullo, algo que nunca se me va a olvidar —dice Lorena Pizarro—. Y cada vez que veo la Parada Militar, aunque sea por un ratito, me digo: yo estuve ahí".

Carmen Soto bromea: "La gente nos seguía, nos gritaba. Nos tiraban papelitos para darles los teléfonos".

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Carmen Soto, 1979.[/caption]

Resistir en Guayacán

Cuando las cuatro mujeres hablan sobre lo que les dejó el Ejército, se repiten algunos conceptos: lealtad, amistad, trabajo en equipo. También, coinciden, haber pertenecido a la primera generación de soldados conscriptos femeninos les entregó las herramientas necesarias para desarrollarse posteriormente. Si bien Angélica fue la única que decidió continuar con una carrera militar —estuvo 30 años y salió con el grado de teniente coronel—, Carmen dice haber encontrado su vocación ahí adentro, en las finanzas, estudiando después Ingeniería Comercial y desempeñándose en el área de las inversiones. En esa misma línea, Lorena hoy trabaja en una rectificadora de motores donde es la única mujer y, explica, solo le resulta posible gracias al carácter que forjó durante esos meses de instrucción.

Pero no fue nada fácil. Para ellas, que nunca antes habían vivido fuera de casa, entrar al Ejército fue explorar otra cultura. Lo que más les costó fue acostumbrarse a la rutina: levantarse a las seis de la mañana en punto y saber que, de atrasarse, se ducharían con agua fría; saber estar formadas, impecables, a las siete; la extenuante preparación física, a la par de los varones; el miedo a los castigos, que consistían precisamente en aumentar las rutinas de ejercicios; la desesperación cuando perdían parte del uniforme o rompían algo en su habitación (y debían organizarse para zafar a costa de otro pelotón), y la frustración que sentían cada vez que algún oficial les llamaba la atención, muchas veces injustamente, sin derecho a réplica. Todas concuerdan en que les resultó difícil asimilar el carácter jerárquico de la institución.

"En las Fuerzas Armadas , en general, tienes prohibido pensar, no tienes derecho. Ese era un límite para mí", dice Yali Rivera.

Ninguna estaba acostumbrada a rendir honores constantemente. Vivir todo eso durante un año completo, dicen, las curtió.

Tal vez el único punto negro de esos 365 días en San José de Maipo sobrevino al final, en junio de 1980, cuando estaban a punto de hacer el juramento a la bandera. Una noche, mientras algunas dormían y otras aún conversaban, ingresó a la habitación una oficial y protagonizó un altercado con una compañera. "Fue un malentendido —se apresura en explicar Angélica—. La oficial creyó que se estaban riendo de ella y no supo manejar la situación". Como resultado, toda la compañía de 120 mujeres debió levantarse, con los colchones al hombro, con dirección a la cancha. Enfrentaron una rutina de ejercicios como nunca antes, que las dejó "muertas". Pero eso no fue lo más terrible: "Algunas mujeres recibieron correazos por orden de la oficial de servicio que estaba en ese minuto", cuenta Carmen.

Todos los encargados de ejecutar el castigo solicitado por la oficial eran hombres.

"Fue lo más fuerte, porque salimos de noche y recibimos un maltrato. Eso nos marcó un poquito, pero fue lo único —dice Lorena—. Como fuimos las primeras, es justo decir que siempre tuvimos el privilegio de ser beneficiadas".

Cuando finalmente juraron ante la bandera, las cuatro se sintieron orgullosas. En retrospectiva, sin embargo, la ceremonia adquiere matices y genera sensaciones contradictorias en algunas de ellas. Aunque no lo mencionan, implícitamente se refieren a las sistemáticas violaciones a los derechos humanos cometidas por el Ejército en aquellos años.

—Cuando ingresamos, éramos chicas. No estábamos involucradas en la parte política —dice Yali Rivera.

—Nosotras sabíamos que íbamos a defender a nuestro país. Nada más —acota Angélica.

—El juramento era defender a la patria. No a la patria política, sino que a la patria de otros países. Estuviera quien estuviera —responde Yali, la más crítica del grupo.

"Creo que la contingencia no da para que a nosotras nos reconocieran", concluye.

Un vínculo más allá del Ejército

A pesar de estar más bien alejadas actualmente del mundo militar, Yali, Carmen, Lorena y Angélica, las representantes de las 120 pioneras en esta nota, agradecen la oportunidad que les brindó el Ejército. Dicen que gracias a esa experiencia forjaron un vínculo que se ha mantenido por 40 años: hoy, la primera generación de soldados conscriptos femeninos funciona como una familia. La mayoría sigue reuniéndose, algunas —como en este caso— son amigas inseparables, tienen grupos de Facebook y WhatsApp para organizar actividades, se apoyan cada vez que alguna está pasando por un momento delicado, sobre todo en las enfermedades de familiares, y sagradamente, cada julio, celebran un nuevo aniversario.

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La primera generación de soldados conscriptos femeninos, 40 años después.[/caption]

"Para la celebración de los 30 años llegaron 104 de las 120 muchachas, y este año, para los 40, llegaron 80. Seguimos siendo muy unidas —cuenta Angélica, la encargada de reunirlas cada año—. Ahora esperamos hacer algo grande para el aniversario 50".

"Nuestra experiencia muy linda, estamos orgullosas —reflexiona al cierre Yali Rivera—. Ahora me gustaría que hubiera más presencia femenina a nivel de mando. Han pasado 40 años, ¿y todavía ninguna mujer general? En eso el Ejército se ha quedado muy atrás".

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