Salud, internet y dólares

10 Mayo 2021 Foto : Andrés Pérez

¿Cuál es el propósito político-económico fundamental de la próxima década? Esta es la pregunta clave que nuestra clase política y los constituyentes electos deberán hacerse en las próximas semanas. Y su respuesta, en abstracto, es simple: cerrar lo más posible la brecha entre nuestra estructura institucional y nuestra estructura social. Es decir, ajustar nuestra organización política a la nueva organización social que emergió gracias a 30 años de bonanza económica, marcada por la presencia de una mayoritaria y frágil clase media. Pasar, entonces, de ser un país con clases medias a ser un país de clase media.

Este objetivo es económica y políticamente exigente. Demanda desplazar el centro gravitacional del bienestar y la tranquilidad desde los segmentos acomodados de la clase alta hacia la esfera de la clase media. Con esto me refiero a lograr que la vida de un segmento importante de la clase media no esté marcada por el miedo a caer en la pobreza, así como una disminución sustantiva del terror de los sectores acomodados a caer en la clase media. Hoy, lamentablemente, estos miedos confrontan los intereses de ambas clases: la lucha de la clase media por mejores condiciones encuentra oídos sordos en una élite sobrepoblada y polarizada internamente, atravesada por amargas luchas por la distribución de pocos cargos y posiciones de influencia, riqueza y control.

Destrabar este nudo sólo es posible mediante una tregua de élites que pacten en torno a los ejes fundamentales del nuevo Estado social en que casi todos, desde Gabriel Boric hasta Joaquín Lavín, parecen estar de acuerdo, aunque haya divergencias entre su forma subsidiaria y su forma de bienestar. El proceso de construcción de los pilares fundamentales de dicho Estado social, no hay que equivocarse en esto, será lento. Es un proyecto de mediano y largo plazo, que requiere un compromiso transversal, con gobiernos de distinto signo político, así como con los actores relevantes del sector privado, colaborando a lo largo de varias décadas para realizarse. Sin embargo, a nuestra época le toca la tarea de instalar sus fundaciones y de delinear el horizonte de sentido, la promesa de un país de clase media, que nos mantendrá unidos en el futuro, en la bonanza y en las vacas flacas. El acuerdo minimalista y pragmático sobre mínimos comunes para cerrar este calamitoso periodo conservando la forma de una república democrática es un primer paso en pos de la tregua necesaria. Quienes quieren reventarlo sobrecargándolo o torpedearlo por cálculos electorales pequeños están hundiendo el barco que pretenden capitanear.

Si las élites fracasan en este esfuerzo, es probable que el país entre en un proceso populista sin bordes, saltando de mano entre tiranuelos y rifleros de todo signo, y naufragando, como otras repúblicas latinoamericanas, preso del resentimiento popular convertido en destrucción de las propias condiciones de vida. Es enorme, entonces, el peso que recae sobre los hombros de mujeres y hombres que parecen terriblemente poco aptos para la tarea. Sin embargo, la historia muestra que la necesidad, a veces, crea estadistas de los materiales más febles, con tal que quienes deben tomar decisiones cruciales sean capaces de entenderlo e intenten comportarse a la altura de ellas.

Pinochet, a fines de los 70, delineó una utopía material. Dijo que para fines de la década siguiente la mayoría de los chilenos tendría teléfono, televisor y auto. La chocante modestia y popularidad de tal promesa da cuenta del enorme trecho económico que hemos cubierto en las últimas décadas, y no sólo del abaratamiento de estos bienes. Esa promesa ya se encontraba cumplida para el año 2000, y ahora la pregunta era por el paso siguiente. Fue entonces que fallamos. La clase media había accedido a niveles de consumo nunca antes imaginados, pero principalmente en base a crédito. Su estilo de vida era del todo inestable: demasiado ricos para el Estado, demasiado pobres para el mercado. Vivían, y siguen hoy viviendo, en tierra de nadie, en un no lugar, un espacio de tránsito. Y el 2000, en vez de intentar estabilizar la situación de esas familias, lo que se hizo fue masificar de forma irresponsable el acceso a la universidad. Es decir, ofrecerles, a cambio de deuda, una escalera al cielo que con suerte llegaba al entretecho. Una promesa de tranquilidad a cambio de esfuerzo que, al final del día, rindió frutos mucho más pequeños y magros que los esperados. Nuestra clase política, así, en vez de reventar el país imprimiendo billetes sin control, lo hizo imprimiendo títulos universitarios, creyendo que al masificar la educación superior, aunque fuera mediante remedos y sucedáneos pagados a duro crédito, les hacían un favor a las mayorías.

La clase media, reventada la burbuja universitaria, se sintió engañada y atrapada en un espacio de transición que no tenía rutas de escape. Es como caminar cientos de kilómetros para llegar a un paradero a esperar una micro que nunca pasará. Y ahí comienza a desestabilizarse el orden político. Lo vivido, es crucial entenderlo, es una crisis de sentido en conjunto con una crisis material. No es sólo que las economías domésticas estén reventadas por la deuda combinada con la jubilación precaria de los mayores, sino que hoy no se ve, en la inmensa mayoría de los casos, ningún camino para salir de esa situación, ninguna utopía hacia la cual avanzar siguiendo ciertas reglas y procedimientos. Es el vacío el que alimenta una protesta que, por lo mismo, no tiene dirigencia ni programa.

Ningún daño, por otro lado, es sin consecuencias. La desilusión se convirtió en sensación de engaño y desconfianza. Hoy no es fácil prometer. La crisis de sentido es también crisis de confianza: no sólo no se ve salida, sino que no se les cree a quienes las prometen. Engañados ya una vez, ¿por qué creer de nuevo?

La clase política que acompañe y que emerja del proceso constituyente debe tomar nota de esto. Lo que prometan, los pilares del Estado social, deberá ser tan concreto y sólido como el auto, la tele y el teléfono, aunque se trate de bienes más complejos. La confianza la pueden recuperar, pero de a poco. Cualquier afán maximalista será, razonablemente, tenido por deshonesto.

¿Por dónde partir entonces? La pandemia quizás nos ha señalado algunos caminos. Uno es el de la salud: es claro que necesitamos y podemos avanzar hacia un sistema universal, con seguros complementarios. Si algo nos ha enseñado el Covid es que somos una comunidad biológica, querámoslo o no. Y eso debe reflejarse institucionalmente en un sistema único nacional de salud. Esto implica que los grupos más privilegiados acepten una cobertura básica de menos robusta para asuntos de rutina o de menor gravedad, a cambio de que la gran mayoría tenga un mejor acceso a la salud.

Otra ruta señalada por la pandemia es dar pasos definitivos en pos de masificar el consumo virtual internacional e interregional. La pandemia amplificó notablemente el acceso a internet y el comercio virtual. Esa tendencia puede ser consolidada reformando nuestro sistema de aduanas para facilitar el flujo de bienes desde el extranjero, ampliando la cobertura y la calidad de los servicios de internet, reforzando nuestros sistemas nacionales de correos y encomiendas, facilitando el acceso a tarjetas de crédito con cupo internacional a tasas convenientes, e invitando a las grandes plataformas de comercio virtual, como EBay o Amazon a sumarse a Mercadolibre y Yapo. Esta apertura económica digital y agilización de las comunicaciones internas (¿qué pasa con el cabotaje nacional?) pondría los beneficios de la globalización al alcance muchos más chilenos, les imprimiría mayor competencia a varias industrias locales, sería un decisivo factor de descentralización económica y política (desintermediación que facilitaría el emprendimiento local con mirada nacional), y permitiría muchos pequeños emprendimientos basados en la microimportación.

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