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Menos alcohol, menos marihuana: el cambio cultural que reordena a las nuevas generaciones

"Las generaciones más jóvenes han modificado sus códigos sociales (...) Chile está reescribiendo su relación con las drogas. Y, por primera vez en mucho tiempo, lo está haciendo hacia abajo", destaca en la siguiente columna Fernando Torres, toxicólogo y director de la Escuela de Química y Farmacia de la Universidad Andrés Bello.

Los resultados del 16° Estudio de Drogas en Población General del SENDA muestran un giro que no ocurre por azar: el consumo de alcohol y marihuana cae a sus niveles más bajos en años. Detrás de estas cifras hay algo más profundo que una suma de políticas públicas. Hay un cambio cultural que avanza en silencio y que reordena cómo socializan las generaciones más jóvenes.

El consumo mensual de alcohol alcanza un 34,6%, la cifra más baja de toda la serie histórica. En los noventa, Chile superaba holgadamente el 50%, e incluso llegó al 59,6%. Hoy, la fotografía es distinta: hombres y mujeres reportan menos consumo, lo mismo que los adultos de 26 a 34 años y quienes tienen entre 45 y 64. Algo parecido ocurre entre escolares y universitarios, que hace una década aparecían como grupos especialmente expuestos.

Este descenso no se explica por un solo factor. Las generaciones más jóvenes han modificado sus códigos sociales. Beber dejó de ser un requisito para pertenecer y la presión social para “seguir el ritmo” perdió fuerza. Se observan conductas donde el autocuidado y las actividades deportivas pesan más que la fiesta prolongada. Muchos jóvenes entienden que el alcohol limita el rendimiento físico, la concentración o incluso la forma en que se relacionan con otros.

Este giro identitario importa, ya que beber ya no tiene el mismo costo social.

A esto se suman regulaciones más estrictas: control de identidad para compras de alcohol, Ley Emilia, Tolerancia Cero y campañas sostenidas desde el Ministerio de Salud. Todas han instalado un marco más restrictivo que permea tanto a consumidores como a sus entornos.

En marihuana, el reporte también muestra un retroceso. La prevalencia anual baja a 10,1% y la reducción se concentra en mujeres, adolescentes y adultos de 45 a 64 años. Aquí el fenómeno combina menos oferta, mayor percepción de riesgo y un trabajo sostenido de educación escolar, universitaria y familiar. La pandemia también alteró la interacción social: los adolescentes se ven menos y se conectan más por pantalla, lo que reduce oportunidades de consumo grupal.

La caída tiene efectos directos. Menos marihuana implica mejor rendimiento académico, mejor memoria y menor riesgo de problemas de concentración, síntomas ansiosos o cuadros depresivos. También reduce la probabilidad de iniciar el consumo de otras sustancias. La idea de que la marihuana “no hace daño” perdió terreno y eso se refleja en la cifra que hoy declara alto riesgo en su uso experimental.

Lo que muestran estos datos no es un triunfo definitivo y obliga a mirar también los flancos abiertos. Mientras baja el consumo de alcohol y marihuana, el uso de tranquilizantes sin receta aparece como una señal de alerta.

Según SENDA, un 42% de quienes acceden a estos fármacos lo hace en ferias libres, instancias que no cuentan con autorización sanitaria para la venta de medicamentos ni con la supervisión de un químico farmacéutico tal como lo establece la ley, lo que da cuenta de un acceso informal, barato, sin control sanitario ni supervisión de un profesional farmacéutico para que advierta y eduque a la población respecto de los riesgos asociados al consumo de estos medicamentos.

Este fácil acceso favorece el abuso y prácticas de riesgo e incluso intoxicaciones, especialmente en comunidades universitarias, donde estos medicamentos circulan como una forma rápida de manejo del estrés o la ansiedad. A esto se suma el rol de las redes sociales, que hoy funcionan como canales de oferta para sustancias como el clotiazepam. Ignorar este fenómeno sería un error. Si no se actúa a tiempo, el consumo problemático de tranquilizantes puede escalar y transformarse en un problema mayor de salud pública.

Chile está reescribiendo su relación con las drogas. Y, por primera vez en mucho tiempo, lo está haciendo hacia abajo.

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