Editorial

Las próximas elecciones están ad portas, y se nota. Los candidatos queman sus últimos cartuchos y tiran todo lo que les queda a la parrilla, tratando de conquistar el voto indeciso, escurridizo, ese que, al parecer, será el que defina estas elecciones. Todo bien hasta ahí, pero lamentablemente junto al frenesí político también aparece toda la parafernalia panfletaria y publicitaria en la calle. Palomas, carteles, volantes, banderas, todos elementos que contaminan, ensucian y –estoy casi seguro– no convencen a nadie de modificar su voto. Quizás nos ayuden a identificar la cara con el nombre que marcaremos en la papeleta, pero más que eso, dudo que consigan variar los porcentajes que ya están definidos.
Qué ganas de conocer la relación que existe entre el monto total de plata que se invierte en publicidad impresa, versus su vida util parada a duras pena en una vereda. Los miles de metros de PVC que se imprimen versus el tiempo que tardarán en descomponerse en vertederos –el PVC por su composición química está asociado a la producción de cloro, que lo transforma en uno de los polímeros más contaminantes y de difícil descarte, ya que se traspasa a las napas subterráneas y a los estratos del suelo, además de generar gran cantidad de gases tóxicos si se quema–, o cuánto del mensaje con que se pretenden captar votos es finalmente retenido por los transeúntes, constantemente bombardeados de información vacía.
Me habría gustado ver en estas elecciones estrategias comunicacionales innovadoras,con propuestas distintas para acercar a los votantes y donde exista una consecuencia entre lo que se dice –respeto por el medio ambiente como un derecho constitucional– y lo que se hace.
No seguir generando desechos de difícil descarte, los que durante su vida útil no hicieron ningún aporte significativo; o en simple, haber pensado un poco antes de caer en el recurso fácil de tapizar la ciudad con propaganda que al final a nadie le interesa y de la que nadie se responsabiliza después.
¿Quizás el 2014?
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