
Carácter
En varios de los foros a los que he asistido en los últimos días, republicanos y libertarios han situado la diferencia entre las nuevas derechas y la derecha tradicional en términos de carácter. La distancia entre ambas radicaría, a su juicio, en la ausencia de complejos: mientras la derecha tradicional sería indecisa y temerosa, la nueva derecha se distinguiría por su firmeza, seguridad y decisión. Re fraseando podríamos expresarlo así: Los puntos de partida no son tan disímiles, pero ellos (Chile Vamos) no se atreven a defender sus principios como se debe.
El argumento no sorprende demasiado: en el mundo, las nuevas derechas han recurrido a estrategias similares, siendo la más conocida la célebre expresión “derechita cobarde”, con la que VOX atacaba al Partido Popular en España.
Al menos dos problemas presenta este argumento:
El primer error consiste en confundir la legítima discusión de las ideas con la superioridad moral. Creer que un argumento propio es más sólido que el de otro no implica, en absoluto, considerarse moralmente superior. Sin embargo —y esta es la precisión relevante— discrepar en premisas, argumentos o interpretaciones no vuelve, tampoco, cobarde a quien disiente. Un ejemplo claro de esta confusión es la descalificación que la nueva derecha hace del presidente Sebastián Piñera por haber firmado el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución. Juzgarlo como ‘cobarde’, ‘débil’ o ‘traidor’ traslada el debate de las ideas al terreno del juicio personal. Lo mismo ocurre, por ejemplo, con la reforma de pensiones, donde la crítica apunta más a la supuesta debilidad de carácter que habría llevado a negociar con la izquierda, que a los méritos o defectos de la política en sí.
Un segundo problema radica en la lógica maniquea que subyace a muchos de estos juicios. Al reducir la complejidad del debate a una dicotomía rígida de ‘buenos’ y ‘malos’, se convierte el legítimo disenso en un supuesto fallo de carácter, olvidando que la naturaleza misma del conocimiento es conjetural. Una variable complementaria a la anterior, es la inocencia epistémica que se cuela entre las rendijas de la superioridad moral: la ilusión de que nuestros deseos y la fuerza de nuestras convicciones, por sí solos, pueden transformar la realidad; o la creencia, más o menos consciente, de que se posee un acceso privilegiado y absoluto a la verdad. Mientras la lógica maniquea desacredita al otro, la inocencia epistémica sobrevalora la propia certeza. Algo de esto ya hemos visto estos años en el Frente Amplio.
Frente a estos problemas, la tan vilipendiada moderación se impone. No se trata de una cortesía superficial, o de una tibieza complaciente. La mesura, que en el desarrollo humano suele acompañar a la madurez, permite sostener convicciones firmes sin caer en descalificaciones ni en certezas absolutas, distinguiendo el desacuerdo del agravio. La moderación tiene sentido cuando se apoya en la razón, se funda en principios sólidos y se ejerce asumiendo riesgos y responsabilidades — buenos ejemplos de ello son, nuevamente, la reforma de pensiones o el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución —. Los que atacan a quienes, legítimamente, no comparten sus diagnósticos o decisiones, tratándolos de débiles y alardeando de su intransigencia, no hacen más que bloquear la acción, paralizar la deliberación y condenar al estancamiento.
Por María José Naudon, abogada.
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