
Civilización o barbarie

Hay momentos en que un país entero se quiebra. No por un terremoto, no por una elección, sino por una tragedia que lo atraviesa de manera brutal. La muerte de un niño en Recoleta, asesinado dentro de un furgón escolar por delincuentes que huían, es uno de esos momentos. No hay palabras que consuelen a una madre, a un padre, a una comunidad que despide a un hijo inocente. Pero sí hay preguntas que deben remecer a todo Chile: ¿cómo llegamos a este punto?, ¿cómo se volvió cotidiano el horror?
No es un accidente, no es una tragedia inevitable: es la prueba de que la barbarie ha ganado demasiado espacio, y de que la civilización —esa que se construye con orden, ley y respeto por la vida— está retrocediendo.
Un niño muerto en un furgón escolar nos recuerda lo que está en juego: el alma del país. Cada vez que un inocente muere en manos del crimen, el país se desangra un poco más. Y cada vez que la política mira hacia otro lado, la herida se agranda, porque es una derrota de todos: de las instituciones, de la justicia, del liderazgo político que no ha estado a la altura.
Chile vive hace años con miedo: miedo a salir, a volver tarde, a dejar a los hijos en el colegio. Miedo que se disfraza de rutina. Nos acostumbramos a vivir encerrados, a mirar por la ventana, a esperar que el próximo no sea uno de los nuestros. Esa es la derrota silenciosa de una nación que dejó de confiar en su propio Estado.
La indignación ciudadana no nace de la rabia, sino del abandono. Los vecinos que salen a golpear cacerolas no buscan venganza, buscan protección. Gritan lo que el poder no escucha: que la gente está sola. Sola ante el delito, sola ante la impunidad, sola ante un sistema que se ha vuelto incapaz de garantizar lo más elemental, el derecho a vivir en paz.
Cuando un niño muere camino al colegio por culpa de criminales, no hay explicación técnica ni consuelo institucional posible. Hay vergüenza. Y hay una exigencia de cambio total. No porque la gente quiera hacerse justicia por sus propias manos, sino porque siente que nadie más lo hará. Esa es la señal más peligrosa de todas: cuando la confianza en el Estado se derrumba, cuando el miedo se vuelve costumbre.
Chile necesita recuperar la autoridad moral que perdió. No se trata de más discursos ni de condolencias públicas, sino de decisiones concretas: leyes duras, condenas que se cumplan, presencia policial real, justicia efectiva. No hay desarrollo, ni igualdad, ni derechos posibles cuando la vida no está protegida. Sin orden, no hay libertad. Sin seguridad, no hay país.
La política puede seguir discutiendo sus alianzas, sus encuestas o sus campañas. Pero en las poblaciones, en las calles, en los colegios, la gente ya eligió: quiere vivir sin miedo. Quiere volver a creer que el bien todavía puede vencer al mal. Y eso no depende de un programa, sino de una convicción: o defendemos la civilización o aceptamos la barbarie.
Chile tiene que cambiar. No mañana, no después de la próxima elección. Hoy. Porque si seguimos así, cada semana habrá otra familia llorando, otro niño ausente, otra comunidad golpeando ollas para gritar que ya no puede más. Y entonces no habrá discurso, ni promesa, ni bandera capaz de tapar la vergüenza de haber sido un país que miró hacia otro lado mientras los delincuentes ganaban las calles y los inocentes perdían la vida.
Por Cristián Valenzuela, abogado
COMENTARIOS
Para comentar este artículo debes ser suscriptor.
Lo Último
Lo más leído
1.
2.
4.
¡Aprovecha el Cyber! Nuestros planes a un precio imbatible por más tiempo 📰
Plan Digital$990/mes SUSCRÍBETE